19 de junio de 2013

¡El señor nos llama a todos!

Evangelio según San Mateo 5,43-48.



Ustedes han oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y no harás amistad con tu enemigo.»
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores,
para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen.
Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así.
Por su parte, sean ustedes perfectos como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de Mateo resume toda la enseñanza de Jesús, a lo largo de estos capítulos: el distintivo que debe tener el cristiano, es el amor profundo y entregado por el resto de la humanidad. Todos nosotros podríamos manifestar que nuestro corazón está repleto de cariño por los seres que nos rodean: nuestra familia, amigos, compañeros… Y por todos ellos nos sacrificamos, renunciando muchas veces a nuestros propios intereses. Pero el Señor nos exige trascender este sentimiento, para que forme parte de un acto de la voluntad que desea compartir la capacidad  inmensa de afecto que se encuentra en el corazón de Cristo. Ese corazón donde todos tenemos cabida: los que le amamos, los que le traicionamos y los que, directamente, han renegado de Él, crucificándole de nuevo en cada cometido de su vida.


  Esa es la gran diferencia de la que nos habla el Maestro y es, a su vez, la particularidad que hará que los demás vean en nosotros la revelación del mensaje cristiano. No amamos a los demás porque se lo merezcan, ya que eso sería un estado de equilibrio emocional sin exigencias donde, en el fondo, aseguraríamos el bienestar del propio egoísmo. Amamos, porque sabemos que Dios los ha amado primero y los ha amado hasta el fin. Que ha sido capaz de perdonar nuestras faltas, que generalmente son comunes a todos los mortales, para que nosotros, siguiendo su ejemplo, seamos capaces de perdonar. Y perdonar es la consecuencia de comprender, disculpar y aceptar.


  No es tarea fácil, os lo recuerdo siempre, sino una de las más complicadas y, si no fuera por la Gracia, imposible de lograr. Pero el Señor nos recuerda, al finalizar el párrafo, que estamos llamados a la plenitud, no a la mediocridad, con la imitación de nuestro Padre celestial, como nos lo transmitió en el Levítico: “Sed santos, porque Yo soy santo” (Lv. 11,44) Tarea irrealizable, si no fuera porque Dios se ha hecho hombre para que el hombre se pueda divinizar a través de Jesucristo. Él, con su sacrificio, nos ha conseguido la posibilidad de ser santos y nos llama a todos, desde cualquier lugar y posición, a luchar por conseguirlo.


  Mientras caminó Jesús por esta tierra, no llamó a los sabios y a los potentados, sino a todos aquellos que, sintiéndose pequeños y poca cosa, lograron descubrir su grandeza en la unidad y el amor compartido de Nuestro Señor. Buscó a Nicodemo, un fariseo reconocido, y se dio a conocer a la Magdalena, cuya vida de pecado no la eximió de alcanzar la santidad. Fundó la Iglesia, escogiendo como pilares de su edificio espiritual a aquellos rudos pescadores que, tras recibir la Gracia, fueron transmisores insuperables de la fe y la salvación.


  Todos tenemos cabida en el corazón de Cristo; ya que lo que nos iguala a todos a los ojos de Dios, es nuestro encuentro con su Hijo, donde nos unimos al Padre formando una unidad de destino. Todos, sea cual sea nuestra vida actual y anterior, estamos llamados a través del Bautismo y la Penitencia, a reconciliarnos con el Señor; a vivir junto a Él, compartiendo la Gracia que, a través de los Sacramentos, nos infunde la vida divina y nos permite alcanzar la santificación que Jesucristo ganó para nosotros con el derramamiento de su sangre, en la soledad y el abandono de la cruz, en el Monte Calvario.