10 de junio de 2013

¡El secreto de la Felicidad!

Evangelio según San Mateo 5,1-12.

Jesús, al ver toda aquella muchedumbre, subió al monte. Se sentó y sus discípulos se reunieron a su alrededor.
Entonces comenzó a hablar y les enseñaba diciendo:
«Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Felices los que lloran, porque recibirán consuelo.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia.
Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias.
Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vinieron antes de ustedes.



COMENTARIO:


  Las Bienaventuranzas son, para el cristiano, la síntesis del mensaje de Jesús; así como las promesas paradójicas que nos ayudarán a sostener la esperanza en aquellos momentos de tribulación que, como os recuerdo siempre, serán inevitables en nuestro caminar junto al Hijo de Dios. Cristo sabe perfectamente, porque es Dios, que ser fiel a la verdad no será jamás una tarea fácil para el hombre; y que el mundo intentará, por todos los medios, complicarlo todavía más. Por eso, a través de las Bienaventuranzas, que son también fórmulas de bendición en el lenguaje bíblico tradicional, Jesús nos transmite el sentido profundo del sufrimiento sobrellevado por el amor de Dios, como camino de la Felicidad eterna, de aquella que no tiene fecha de caducidad.


  Quien vive según el espíritu que el Señor enseña, tiene abiertas las puertas del cielo y nos facilita encontrar la paz en la tierra; porque el concepto para ser feliz que tiene el cristiano, en nada se asemeja al que el mundo nos quiere imponer: poseer cada día más; vivir con el máximo placer cada instante; generar constantes deseos e intentar satisfacerlos a costa de quien sea… No; Cristo nos recuerda en su Evangelio, que la verdadera felicidad sólo se consigue, cuando ésta depende directamente de la felicidad de los demás; cuando es proporcional a la intimidad que compartimos con el Señor, que es el motivo y la finalidad de nuestra existencia.


  Por eso san Mateo recoge ocho Bienaventuranzas en las que el Maestro nos habla de la actitud que debe tener el cristiano ante el mundo; y en la novena, pasa a referirse a aquellos que sufren por causa de su fe, como señal de haber elegido el camino correcto, exhortándolos a manifestar por esa causa su alegría.


  Comienza Jesús hablándonos de esos “pobres de espíritu” que nada tienen que ver con una situación económico- social que nos viene impuesta; si no de esa actitud de desprendimiento libremente aceptado, en el que nos encontramos y nos sentimos sin nada a los ojos de Dios. Conscientes de que todo aquellos que somos y tenemos, sea poco o mucho, es un usufructo divino que está para servir a los planes del Altísimo. Esto nos exige vivir con una austeridad voluntaria en la que cada uno se priva de lo superfluo para recurrir sólo a lo necesario; teniendo muy presente que no tomamos ningún mérito como propio, ya que todos nuestros dones son fruto de la bondad de Dios. Debemos estar dispuestos a entregarlo con alegría, cuando el Padre nos lo reclame: puede ser la salud, la familia o el dinero; porque lo disfrutamos cuando lo tenemos y se lo ofrecemos cuando nos lo reclama, ya que sabemos, en realidad, que el hombre sólo necesita para ser feliz de la presencia divina en el fondo de su corazón.


  La justicia, en la Biblia, se refiere a ser un ser piadoso e irreprochable a los ojos de Dios, por eso el justo es aquel que ama al Señor; que es bueno y caritativo con el prójimo, cumpliendo siempre la voluntad divina. Por eso Jesús, al hablarnos del que es perseguido por causa de la justicia, nos adelanta lo que la historia se encargará de demostrar: que seguir a Jesús será en todas las épocas, motivo de sufrimiento. Hoy, mientras tú y yo leemos estas líneas en la tranquilidad de nuestra habitación, Asia Bibi espera, por manifestar que era cristiana, ser ejecutada en una cárcel de Sheikhupura, en Pakistán. Hace unos años esta situación también se vivió aquí, en nuestro país, y dentro de un tiempo se vivirá en otro lugar. Así será siempre; por eso hay que fortalecerse con la Gracia de los Sacramentos para estar preparados para dar testimonio de nuestra fe, cuando Dios nos lo requiera.


  Mientras Jesús nos habla de los mansos, nos requiere para que mantengamos esa actitud tan difícil, de la cual Él ha sido el mejor ejemplo: perseverar en el ánimo sereno; ser humildes; firmes en la adversidad, sin dejarnos llevar por la ira o el abatimiento. Somos cristianos, es decir, intentamos ser otros Cristos que siguen los pasos del Maestro, luchando porque los demás vean en nosotros la luz de Nuestro Señor. Pero eso sólo lo lograremos si vivimos con pasión la recepción de la Eucaristía, donde la Trinidad ha querido morar en nuestra alma para que gocemos, si estamos en gracia, de su divina presencia.


  En el momento en que el Maestro se refiere a los “misericordiosos”, nos advierte para que seamos comprensivos; para que perdonemos y ayudemos a los demás en todos aquellos defectos que bien podrían ser los nuestros. Porque amar significa disculpar y olvidar las ofensas; y así nos lo enseñará Jesucristo cuando en el último aliento de su vida, entregada por nosotros en lo alto del madero, muera perdonando a todos aquellos que, con nuestros pecados, le hemos clavado en la cruz. Debemos huir de esa corriente mediática que vive de descubrir y ridiculizar las miserias humanas, utilizando al hombre para lucrarse económicamente. Ser discípulo de Cristo es respetar hasta al que no quiere ser respetado; tal vez, porque todavía no ha descubierto la altísima dignidad que goza, como hijo de Dios.


  Ser puro de corazón es un requerimiento indispensable para ver a Dios; para tener trato con Él. Por eso el Señor nos dejó el Sacramento de la Penitencia; para que cada vez que, por nuestra naturaleza herida, fallemos en nuestro deseo de serle fiel, podamos recurrir, con el corazón contrito, a la fuente del perdón que nos permitirá retomar con fuerza la lucha diaria para poder manifestar, en nuestra alma, la belleza divina.


Para terminar, el Señor nos recuerda que hemos de ser promotores de la paz en un mundo que sólo entiende la confrontación y la guerra. Y debemos comenzar en nosotros mismos, reconociendo con humildad, como decía san Josemaría, que todos somos capaces de todos los errores y de todos los horrores, si no fuera por la Gracia de Dios. Sólo así seremos capaces de luchar por el bien ajeno, sin ofendernos por el mal que nos infrinjan; recurriendo a la palabra, que es la característica más humana, para evitar el conflicto. Pero eso sólo será posible si primero hemos trabajado nuestra voluntad en el gimnasio de la virtud; si hemos sido capaces de fomentar la paciencia, la templanza, la dulzura… para conseguir un mundo mejor. Nuestro Señor nos ha dado con las Bienaventuranzas el camino para alcanzarlo; la esperanza para no desfallecer y el secreto para lograrlo. El resto, es cuenta nuestra; si contamos siempre con la presencia de Dios a nuestro lado.