7 de junio de 2013

¡Amamos con todo nuestro ser!

Evangelio según San Marcos 12,28-34.


Entonces se adelantó un maestro de la Ley. Había escuchado la discusión y estaba admirado de cómo Jesús les había contestado. Entonces le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Jesús le contestó: «El primer mandamiento es: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es un único Señor.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas.
Y después viene este otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos.»
El maestro de la Ley le contestó: «Has hablado muy bien, Maestro; tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él,
y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todas las víctimas y sacrificios.»
Jesús vio que ésta era respuesta sabia y le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios.» Y después de esto, nadie más se atrevió a hacerle nuevas preguntas.


COMENTARIO.



  En todos esos capítulos que hemos meditado del Evangelio de Marcos, hemos podido observar como éste recogía las asechanzas que le hacían a Jesús los fariseos, los saduceos, los herodianos, los escribas y hasta los ancianos. Todos intentaban perderle y ridiculizarle con preguntas que no tenían interés para ellos porque pensaban que poseían todas las respuestas, salvo la de poner en un aprieto al Señor y así poder perjudicarle. Esa era la razón de que el Maestro no contestara jamás a sus cuestiones, afrentándolos con sus palabras.


  En cambio, en este pasaje, el maestro de la Ley denota una actitud bienintencionada y leal, muy distinta a la de sus predecesores, que parte de un corazón que está abierto a la escucha del mensaje divino. Por eso Jesús se entretiene en instruirle, sabedor de que la tierra de su alma está en disposición de recibir la semilla de la Verdad que el Hijo de Dios ha venido a plantar en esta tierra. Y es de este diálogo entre ambos de donde surge, en realidad, lo que podríamos llamar el resumen de la disposición que debe tener el hombre ante Dios.


  El amor de Dios es lo primero que se manda y el amor al prójimo, consecuencia del primero, lo que se debe practicar. Jesús nos habla de cómo debe ser ese amor: hay que amar con el corazón, del que parte la voluntad del querer. Queremos querer a nuestro Dios todos los días de nuestra vida, los buenos y los no tan buenos; los fáciles y los difíciles; los tristes y los alegres; porque nos comprometemos a amarle a pesar de las circunstancias y siendo capaces de encontrar en la dificultad, la mano providente del Padre. Le amamos con toda el alma, con todo nuestro sentimiento; con esa capacidad que nos transmite a flor de piel la sensación de su compañía, de su proximidad. Le amamos con la necesidad de tenerle, de gozarle, de compartirle en la vida sacramental. Le amamos con esas fuerzas que surgen de la Gracia, porque sin ella  nuestra naturaleza herida sería incapaz de responder a ese Dios que nos amó primero. Y le debemos amar con toda nuestra mente; con esa capacidad de búsqueda que, desde los orígenes del hombre, ha hecho que el ser humano encontrara a Dios en la revelación, tanto natural como sobrenatural.


  Amamos con nuestro cuerpo y nuestro espíritu; por eso nuestros actos deben ser testimonio de nuestra inquietud, de nuestra fe. Las obras externas, los holocaustos, los sacrificios, sólo tendrán valor ante Dios si son el resultado de una actitud interior: la intención. De esta manera, Jesús nos hace partícipes de una realidad que es consecuencia de otra: si no amamos a nuestro prójimo, que es imagen de Dios y al cual vemos, será muy difícil que podamos amar a ese Dios, al que no vemos.


  Todo el mensaje cristiano se encierra en una única verdad: Dios, que es Uno, es Amor. Y como tal exige que, si vivimos en Él, transmitamos esa certeza a los que nos rodean. Y eso no son palabras, sino actitudes que nacen de un corazón enamorado. Pero Jesús nos habla de ese amor, de verdad, que para amar no necesita ser correspondido; y nos lo demostrará entregando su vida por nosotros, por los que le lloraron y por los que le escupieron. Ser capaces de actuar así es casi un imposible para nuestra pobre realidad existencial; ahora bien, cuando el Señor reside en nuestra alma y eleva nuestras potencias, sí somos capaces, como ha demostrado la historia, de llevar a cabo este destino para el que fuimos creados: manifestar al mundo la dignidad de ser cristianos, amando.