26 de mayo de 2013

¡Somos niños ante Dios!

Evangelio según San Marcos 10,13-16.


Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían.
Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos.
En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de Marcos nos muestra otra de las muchas facetas que nos presentan los hagiógrafos de Jesús: su dulzura. Él, que se había indignado cuando era preciso, al advertir la dureza en los corazones de las gentes o en las faltas de respeto hacia su Padre celestial. Él, que se había entristecido hasta las lágrimas al ver la muerte de su amigo Lázaro o la falta de fe que le mostraron sus paisanos de Nazaret, experimenta ahora un episodio lleno de espontaneidad  y viveza, donde su ternura y cariño quedan manifiestos ante la presencia de unos niños. Pero como todo en la vida del Maestro, este suceso le servirá para transmitirnos una enseñanza necesaria e imprescindible para poder crecer en nuestra vida interior: el Reino de los Cielos es para aquellos que saben recibirlo como un chiquillo.


  ¿Pero sabemos en realidad cuál es esa característica infantil que nos reclama el Señor para estar a su lado? La infancia conlleva el abandono en aquellos que confías, que amas; porque los admiras y los valoras sin intereses ni mezquindades. La seguridad que un pequeño siente hacia su padre no está basada en las cualidades de éste, sino en el sentimiento filial que lo embarga; y es tan grande, que ante cualquier peligro corre a esconderse en su regazo como si en él, todo careciera de importancia. Las lágrimas y el dolor se curan instantáneamente cuando la madre sana la herida soplándola y besándola, como si fuera la mejor medicina. No se cuestionan los mandatos sino que se obedecen, porque confiamos en que sus decisiones serán siempre las más adecuadas para nuestros intereses.


  Es de ahí de donde nace la infancia espiritual que nos pide Jesús para seguirle y que va, íntimamente unida, al profundo sentimiento de la filiación divina. Debemos ser niños espiritualmente que descansan en la voluntad de Dios con el total convencimiento de que, como Padre amoroso, no va a permitir que nos suceda nada que no sea lo adecuado para nuestro bien definitivo: la salvación. El Señor no se cansa de nuestras infidelidades, ni de nuestras ofensas, ni de nuestros errores; sino que en virtud de su paternidad y maternidad, corre hacia nosotros cuando ve que estamos en peligro para abrazarnos y en su amor, regalarnos la Gracia.


  La filiación divina es una verdad gozosa manifestada por Cristo a los hombres, que debe llenar toda nuestra vida espiritual de alegría y consuelo, ya que colma de esperanzas nuestra lucha interior y nos da la sencillez de los hijos pequeños. Todo lo que ocurre en nuestro caminar terreno tiene un significado incuestionable en los planes de Dios, y como Dios es mi Padre, nuestro Padre, nos alienta a compartir con Él la actitud propia de los pequeñuelos que, en su inocencia, reciben todos los beneficios no como algo merecido, sino como fruto del amor surgido en la propia entraña familiar. Incuestionablemente, tanto la infancia espiritual como la filiación divina darán paso en nosotros a fomentar la oración que brota de un corazón agradecido y confiado, que se vuelve audaz y osado porque conoce “la debilidad” de un Dios que por amor al hombre ha sido capaz de hacerse hombre y morir en una cruz.


La humildad, la pequeñez y el sentido de indefensión que debemos sentir como niños que se encuentran delante del Creador, se convierten en sano orgullo y principal valor al comprobar que, por derecho, somos hijos de Dios en el Hijo que ganó ese privilegio para nosotros, derramando hasta la última gota de su preciosísima sangre. Podemos ser para el mundo muy poca cosa, pero debemos, como los críos, tener el convencimiento de que no hay nadie mejor que nosotros para los ojos de nuestro Padre Dios y que, por ello, no podemos defraudarle.