21 de mayo de 2013

¡Orar es elegir!

Evangelio según San Marcos 9,14-29.

Cuando volvieron a donde estaban los otros discípulos, los encontraron con un grupo de gente a su alrededor, y algunos maestros de la Ley discutían con ellos.
La gente quedó sorprendida al ver a Jesús y corrieron a saludarlo.
El les preguntó: «¿Sobre qué discutían ustedes con ellos?»
Y uno del gentío le respondió: «Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo.
En cualquier momento el espíritu se apodera de él, lo tira al suelo y el niño echa espuma por la boca, rechina los dientes y se queda rígido. Les pedí a tus discípulos que echaran ese espíritu, pero no pudieron.»
Les respondió: «¡Qué generación tan incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme al muchacho.»
Y se lo llevaron. Apenas vio a Jesús, el espíritu sacudió violentamente al muchacho; cayó al suelo y se revolcaba echando espuma por la boca.
Entonces Jesús preguntó al padre: «¿Desde cuándo le pasa esto?»
Le contestó: «Desde niño. Y muchas veces el espíritu lo lanza al fuego y al agua para matarlo. Por eso, si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos.»
Jesús le dijo: «¿Por qué dices “si puedes”? Todo es posible para el que cree.»
Al instante el padre gritó: «Creo, ¡pero ayuda mi poca fe!»
Cuando Jesús vio que se amontonaba la gente, dijo al espíritu malo: «Espíritu sordo y mudo, yo te lo ordeno: sal del muchacho y no vuelvas a entrar en él.»
El espíritu malo gritó y sacudió violentamente al niño; después, dando un terrible chillido, se fue. El muchacho quedó como muerto, tanto que muchos decían que estaba muerto.
Pero Jesús lo tomó de la mano y le ayudó a levantarse, y el muchacho se puso de pie.
Ya dentro de casa, sus discípulos le preguntaron en privado: «¿Por qué no pudimos expulsar nosotros a ese espíritu?»
Y él les respondió: «Esta clase de demonios no puede echarse sino mediante la oración.»



COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos es, nuevamente, una invitación de Jesús a no desfallecer en la oración; indicando, a la vez, el acto de fe que debe ser la base de la misma. Como en todos los milagros, el Maestro  nos exige, para realizarlos, que no dudemos ni un momento de su poder, de su capacidad divina como Hijo de Dios para dominar los elementos de los que es dueño y Señor: la vida, la muerte, la salud, la enfermedad…todo está bajo el control de su Nombre.


  Pero creer esto es afirmar que Jesucristo es el Verbo encarnado, Dios mismo hecho Hombre; y sólo con la Luz del Espíritu que ilumina nuestro conocimiento e inflama nuestro corazón, seremos capaces de descubrir en lo natural, lo sobrenatural. Por eso la fe y la oración van íntimamente unidas: rezamos para pedir fe y la fe nos lleva a la oración. Sólo ante el convencimiento de que alguien nos escucha, nuestras palabras adquieren sentido; pero sólo a través de esas palabras, podemos requerir al que nos escucha que se manifieste en nuestro corazón.


  Cristo nos enseña la necesidad de la oración hecha con una fe inconmovible, confiada. Pero no hay que olvidar que la oración es una muestra de la experiencia y de la relación que el hombre tiene con lo divino. Es una búsqueda, una llamada que a veces es un susurro confidencial y otras veces un grito exasperado; pero siempre una advocación a alguien que se sabe presente. Es un diálogo, no un monólogo, íntimo e inmediato con un Dios personal ante el que el ser humano manifiesta su confianza, su temor, su amor y sus súplicas. Pero todo esto será imposible si la Gracia no nos inunda con el uso frecuente de los Sacramentos, a través de los que crece nuestra cercanía e intimidad con el Señor. Así como la lectura frecuente de la Palabra que nos revela quien es ese Dios al que yo me debo dirigir; porque nadie ama lo que no conoce.


  Dios es el primero que llama al hombre incansablemente al encuentro misterioso de la oración; por eso la oración siempre será una respuesta libre y personal al amor de Dios, donde conocemos que Él es nuestro Padre y nos habla al oído, de una forma personal. Es nuestro amante, incapaz de negarnos nada que sea bueno para nosotros y capaz de hacerse hombre para compartir nuestro destino y asumir nuestra culpa, muriendo por nosotros en la soledad de la cruz. Todo el Evangelio es una manifestación del amor de Jesús que jamás desatendió una oración referida a Él, siempre y cuando fuera precedida por un acto de fe: recordemos al leproso, a Jairo, a la Cananea, al buen ladrón. O si queréis, recordemos la confianza silenciosa de los portadores del paralítico, o de la mujer que sufría hemorrosía.


  Si, el Señor necesita –como todos los que aman-  que no dudemos de Él; que creamos, como escribía san Marcos en su evangelio, que aquello que pedimos ya lo hemos recibido, porque todo es posible para el que cree. Dios nos espera en la oración, donde cooperaremos personalmente con la Gracia recibida si nos sobreponemos a la tentación, al cansancio y al desaliento. Orar es elegir; es responder, poniendo todos los medios a nuestro alcance para aceptar el don, el regalo que Dios nos da en la plegaria: a Sí mismo.