2 de junio de 2013

¡No pidamos cuentas a Dios!

Evangelio según San Marcos 11,27-33.

Volvieron a Jerusalén, y mientras Jesús estaba caminando por el Templo, se le acercaron los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y las autoridades judías,
y le preguntaron: «¿Con qué derecho has actuado de esa forma? ¿Quién te ha autorizado a hacer lo que haces?»
Jesús les contestó: «Les voy a hacer yo a ustedes una sola pregunta, y si me contestan, les diré con qué derecho hago lo que hago. Háblenme
del bautismo de Juan. Este asunto ¿venía de Dios o era cosa de los hombres?
Ellos comentaron entre sí: «Si decimos que este asunto era obra de Dios, nos dirá: Entonces, ¿por qué no le creyeron?»
Pero tampoco podían decir delante del pueblo que era cosa de hombres, porque todos consideraban a Juan como un profeta.
Por eso respondieron a Jesús: «No lo sabemos.» Y Jesús les contestó: «Entonces tampoco yo les diré con qué autoridad hago estas cosas.»




COMENTARIO:


  Vemos, en este Evangelio de Marcos, como comienza la tercera jornada de Jesús en Jerusalén, con una confrontación enmarcada en la polémica con los miembros del judaísmo oficial: los jefes de los sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos. Es muy posible que la mayoría de ellos todavía sintieran el resquemor de la actuación que el Maestro tuvo en el Templo, cuando expulsó a los vendedores que profanaban la casa de su Padre, y por eso ahora le piden cuentas, exigiéndole pruebas de su mesianidad.


  Nuestro Señor no se escabulle, a pesar de conocer la mezquindad de sus corazones, y acepta el diálogo; pero antes de dar una respuesta los sitúa ante la verdadera cuestión que estriba en si reconocen y aceptan, o no, el ministerio de Juan el Bautista como el Precursor anunciado por la Escritura. Ya que si lo aceptan como tal, deberán reconocer a la vez, el ministerio de Jesucristo. El Señor ha intentado iluminar el conocimiento de aquellos hombres y que comprendieran que en el Bautista habían comenzado a hacerse realidad las antiguas promesas de los profetas. Pero aquellos hombres, en su ceguera, temían tanto al pueblo como a la Verdad y por ello, sin dar respuesta alguna comenzaron, en su cicatería y cobardía, a preparar la muerte de Jesús.


  A mi me parecen maravillosas las dos lecciones que se extraen de este texto evangélico. En primer lugar vemos como el pedir cuentas a Dios sólo nos lleva a quedar confundidos; porque es la luz de la fe, de la confianza del que cree sin condiciones, la que ilumina –a través del Espíritu Santo- el conocimiento del cristiano permitiéndole entender. Es a través de la intimidad divina, que nos procuran los Sacramentos, donde los bautizados, al hacernos otros Cristos, llegamos al conocimiento de la Redención: porque, como en la vida humana, la relación profunda que se genera entre los amantes –Dios y nosotros- no conoce ni concibe secreto alguno.


  La segunda lección que nos muestra el capítulo, es que para el que no quiere creer no hay respuestas. Es inútil dar explicaciones al que tiene y vive en una permanente duda que encadena en una constante controversia y conflictos. No se puede dar luz a un ciego, y más si esa ceguera es consentida, porque salir de ella equivaldría a tener que cambiar la forma de pensar y de vivir. Obligaría a reconocer y abandonar la comodidad de la duda permanente, que a nada compromete, por el reconocimiento del error y la coherencia con la Verdad descubierta. Hoy, estamos artos de ver como librepensadores, agnósticos y críticos de la fe esgrimen teorías y argumentos demagogos y vacíos de contenido, ridiculizando lo que ellos llaman un fundamentalismo basado en la fe a la verdad revelada. Llama la atención que, justamente aquellos que piden libertad sean los que cada vez que han podido, en la historia y a través de los medios de comunicación, hayan intentado acallar y terminar con la verdadera libertad de los que tenemos el derecho y el deber de propagar el Evangelio; muchas veces a expensas de la propia vida. Pero no debe extrañarnos; sólo debemos observar como, ya entonces, en los pórticos del Templo de Jerusalén le preguntaban al Maestro sin querer obtener las verdaderas respuestas, que le llevaron a la Cruz. Somos sus discípulos y por ello, debemos estar dispuestos a seguir sus pasos: con amor, con entrega, con paciencia y con inteligencia.