23 de mayo de 2013

¡La riqueza en la diferencia!

Evangelio según San Marcos 9,38-40.

Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para expulsar demonios, y hemos tratado de impedírselo porque no anda con nosotros.»
Jesús contestó: «No se lo prohíban, ya que nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí.
El que no está contra nosotros está con nosotros.



COMENTARIO:

  San Marcos nos recuerda, en su Evangelio, la unidad que debe existir entre todos aquellos que compartimos una misma fe, una misma doctrina, un mismo Bautismo y un solo Señor. Es un escándalo enorme que desde el interior de la Iglesia, los celos y las rivalidades formen parte de esa estructura que es, en realidad, la riqueza en la diferencia de la propia vida eclesial: todos somos iguales en dignidad, pero sumamente distintos en cuanto a carácter, educación y formas de proyectar el futuro.


  Es justamente, esa variación de modos de afrontar los problemas y situaciones que se presentan en el día a día, el que consiguen que nuestro mundo se enriquezca con los diferentes puntos de vista que pueden ser, a la vez, complementarios. Todos aquellos que queremos servir al Señor no tenemos porqué hacerlo desde una espiritualidad determinada y determinante, porque Dios nos ha llamado a cada uno con las capacidades propias que nos impuso al crearnos para que desarrolláramos, en libertad, la tarea que tenemos encomendada. Para unos será entregarse en el servicio a los demás a través de una disponibilidad total como misioneros, sacerdotes, religiosos o laicos. Para otros será compartir el tiempo de ocio con los hermanos que viven la soledad, la enfermedad o la marginación. Para muchos deberá ser transmitir la Palabra a niños y adultos, en lugares y momentos donde otros no pueden llegar.


  Es cierto que, tal vez, algunas cosas no se hayan hecho bien o, simplemente, se hubieran podido hacer mejor. Pero formamos parte de la familia cristiana, donde cada uno de nosotros, por ser hijos de Dios, somos hermanos de los hombres; y ese grado profundo de parentesco, el más íntimo porque es fruto de la Redención, debe bastarnos para respetar, amar e intentar comprender cualquier acción o proyecto nacido de una voluntad que desea agradar a Dios. Nuestra medida será siempre la que el Magisterio de la Iglesia nos de para medir ¡que no para juzgar! Porque sólo Dios sabe lo que nace en la profundidad del corazón humano.


  El mensaje de Cristo, si sabemos transmitirlo con amor y veracidad, arraigará en las personas como una pequeña semilla, introducida en la tierra recién arada y regada con el agua de la Gracia, que se convierte en un árbol grande y frondoso capaz de dar sombra y seguridad a los que se cobijan en él. No todos somos naranjas, ni manzanas, ni peras, ni melocotones; pero sí somos todos frutas. El corazón del hombre clama y busca a Dios; es nuestro deber facilitar que lo encuentre, pero siempre respetando los distintos caminos que llevan a Él.