3 de mayo de 2013

¡Hemos de estar dispuestos!

Evangelio según San Juan 15,9-11.

Como el Padre me amó, así también los he amado yo: permanezcan en mi amor.
Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he dicho todas estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan nos presenta uno de las principales batallas que ha tenido que librar la Iglesia Católica en defensa de la fe. El auténtico amor a Jesucristo lleva consigo el esfuerzo por guardar los mandamientos divinos y, sobre todo, el amor por nuestros hermanos en la misma medida que entregó Nuestro Señor: el de la propia vida. Y esto no tiene otro camino, que su manifestación en las obras realizadas.


  Es cierto que ninguno de nosotros nos salvamos por nosotros mismos, sólo Cristo puede salvarnos, pero igual de cierto es que Dios ha querido que esa redención sea aceptada o rechazada por la libertad de los hombres. A priori, puede parecer mentira que alguien se niegue a recibir ese rescate que nos introduce en la vida divina. Pero si tenemos en cuenta que hacerlo es reconocernos cristianos dispuestos a seguir al Maestro, aceptando sus mandatos y llevando con alegría la cruz de cada día, la cosa varía. Porque la exigencia de los mandamientos es una respuesta de amor a ese Dios que nos ha amado primero, pero una exigencia al fin y al cabo.


  Jesús nos dice en el Evangelio, que hay un paralelismo entre la respuesta que Él da al Padre y la que nosotros debemos darle a Él. Escuchando sus palabras y tomando ejemplo de sus obras, comprobamos que el Señor vivió la obediencia al mandato divino hasta el extremo de ofrecer el último aliento de vida.
Tal vez a nosotros nunca se nos pida tanto, o tal vez sí. Porque no hay que olvidar que la historia, y muy reciente, nos ha dado testigos de fidelidad en la fe que han muerto martirizados y en olor de santidad. Hoy, mientras escribo estas líneas muchos hermanos nuestros están perdiendo la honra, el trabajo, la familia y la vida por no renunciar a su condición de cristianos.


  A nosotros, gracias a Dios, no se nos exige esto de momento; y sin embargo, tenemos vergüenza de dar testimonio de nuestra fe o defender con valentía aquellos principios que surgen de los mandatos del propio Dios. Estamos acostumbrados a tomarlo todo Light; a desvirtuar la propia esencia de las cosas, y hemos intentado hacer lo mismo con el mensaje cristiano: El aborto es un asesinato desde el mismo momento de la concepción, pese a quien pese. El divorcio no está permitido porque atenta al propio corazón de la indivisibilidad del matrimonio. La confesión no es una opción para sentirnos mejor con nosotros mismos, sino un sacramento necesario para alcanzar la reconciliación con nuestro Padre. La Eucaristía no es una pantomima que recuerda el hecho pascual, sino el verdadero Cuerpo de Cristo que se entrega por nosotros en el sacrificio de la cruz, durante la Misa y, por ello, una necesidad perentoria del cristiano para alcanzar la vida eterna. El mandato de amor no es dar lo que me sobra a aquellos que lo necesitan, sino privarme de lo que necesito para compartirlo con los necesitados que son mis hermanos, porque son hijos de Dios.


  Es decir, que permanecer en el amor de Cristo es responder a su llamada con toda la intensidad de nuestro ser: con el corazón, con la inteligencia, con los sentimientos, pero también con las obras que nos exigen renunciar a nosotros mismo para darnos a los demás. Amar a Dios en Cristo es estar dispuesto a estar siempre dispuesto. Es no parar de caminar siguiendo el sendero, por el que Nuestro Señor nos ha querido llevar.