1 de junio de 2013

¡La Luz de María!

Evangelio según San Lucas 1,39-56.

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo
y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!
¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor?
Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas.
¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!»
María dijo entonces: Proclama mi alma la grandeza del Señor,
y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me llamarán feliz.
El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!
Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos aquellos que viven en su presencia.
Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes.
Derribó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su siervo, se acordó de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes para siempre.
María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.



COMENTARIO:


  Lucas nos habla en su Evangelio del encuentro de María con su prima Isabel. Lo primero que me llama la atención en este capítulo, es la prontitud, al recibir al Hijo de Dios en seno, de la Virgen en acudir al auxilio de la mujer de Zacarías; ya que conoce su avanzado estado de gestación por voz del ángel, y es consciente de la edad más avanzada de su prima. Nuestra Señora se olvida de sí misma en el servicio a su familia. Así es, y debe ser, la actitud de todas aquellas personas que gozan de la presencia divina en su alma; porque tener a Dios consigo y no entregarse a los demás es una incongruencia muy difícil de contemplar. La Madre de Cristo es el ejemplo palpable de cómo siendo Tabernáculo del propio Dios, no se puede conjugar nunca más el verbo ser en primera persona. Y no podemos olvidar que todos aquellos que comulgamos y recibimos la Eucaristía, somos sagrario perfecto de la Trinidad.


  Pero contemplemos ahora la grandeza de María desde otros puntos de vista. Isabel, llena del Espíritu Santo proclama que María es la “Madre de mi Señor”. Pero esa realidad, ha sido también para la Virgen objeto de fe, por eso su prima la recibe con la aclamación: “¡Dichosa tú, porque has creído!”. Si, la fe de María ha traspasado la mera virtud personal porque ha sido el origen, con su aceptación, de la Nueva Alianza de Dios con los hombres. Ella, como hizo Abraham, “esperó contra toda esperanza” y creyó, a pesar de su condición de virgen, que por el poder del Altísimo –por obra del Espíritu Santo- se convertiría en la Madre de Dios.


  Como nos dice san Ambrosio, en este episodio evangélico, descubrimos desde el inicio la santificación de Juan el Bautista. Nos dice que el niño saltó de gozo en el vientre de su madre porque fue el primero en experimentar la Gracia. Isabel sintió la proximidad de su prima, pero Juan sintió la de su Señor y, de esta manera, ya comenzó el vínculo profundo que hará de él, con el tiempo, el precursor de Jesucristo, la voz que clamará en el desierto.


  Vemos que Isabel es capaz de conocer la realidad oculta de María porque el Espíritu Santo la ilumina; pues bien, la Iglesia al recibir al Paráclito en Pentecostés, también recibió la luz precisa y necesaria para poder manifestar la riqueza y la importancia de María en el orden de la Redención. Es entonces cuando surge de los labios de la Santísima Virgen el Magníficat, ese canto que evoca un profundo conocimiento del Antiguo Testamento y es, sobre todo, una bellísima oración. Ella, que es la esclava del Señor y ha aceptado por amor, sin importarle las consecuencias, ser corredentora del género humano sabe también que es motivo de perpetua esperanza. Y con unas palabras, que son un presagio de las que repetirá el Señor en la montaña, las Bienaventuranzas, adelanta que Dios elige a los pobres y humildes dejando sin nada a los ricos y orgullosos.


  Pero sobre todo María nos transmite que ese Dios todopoderoso es el Dios de la misericordia que alentará, a partir de ahora, la fe de la Iglesia. La Virgen conoce los planes del Señor y al aceptarlos, con su sí libre y generoso, se ha ligado totalmente al proyecto divino de nuestra redención. Por eso María se nos presenta como arquetipo para todos los cristianos: por su amor, por su fe y por su respuesta a Dios. Ella es ejemplo de la actitud que debe surgir de un corazón enamorado, de la entrega a los demás y, sobre todo, de la alegría interior que lleva al alma a cantar y a manifestar a nuestros hermanos la Verdad de Cristo. La Madre de Jesús es el modelo más claro de que no se puede estar triste, a pesar del dolor y la tribulación que la vida nos depare, si estamos convencidos de que Dios está con nosotros.