14 de mayo de 2013

¡Aprendamos con María!

Evangelio según San Juan 16,29-33.

Los discípulos le dijeron: «Ahora sí que hablas con claridad, sin usar parábolas.
Ahora vemos que lo sabes todo y no hay por qué hacerte preguntas. Ahora creemos que saliste de Dios.»
Jesús les respondió: «¿Ustedes dicen que creen?
Está llegando la hora, y ya ha llegado, en que se dispersarán cada uno por su lado y me dejarán solo. Aunque no estoy solo, pues el Padre está conmigo.
Les he hablado de estas cosas para que tengan paz en mí. Ustedes encontrarán la persecución en el mundo. Pero, ánimo, yo he vencido al mundo.»



COMENTARIO.


  En este Evangelio de Juan, Jesús manifiesta su conocimiento del género humano. Parece que los Apóstoles por fin han comprendido las palabras del Señor y están dispuestos a seguirle, haciendo una declaración de fe. Pero el Maestro, que conocía bien el fondo de su corazón, sabe perfectamente que hasta que no reciban la fuerza del Espíritu Santo, serán capaces mil veces de flaquear en su intención.


  Jesús no les recrimina sus debilidades, sino que les anima a que aprendan de sus errores, para no repetirlos, y vuelvan a la lucha de cada día para alcanzar la santidad. Les anima a que, ante sus fracasos, no desfallezcan y pierdan la paz que sólo se consigue caminando junto al Señor. Les recuerda que este trayecto en la tierra, hasta llegar a la casa del Padre, no será fácil –no lo ha sido nunca- y que inexorablemente compartiremos el sufrimiento que es el rédito del pecado original, donde seremos forjados como verdaderos cristianos que siguen los pasos de su Señor. Pero Jesús nos dirige unas palabras que han de ser un bálsamo para nuestras heridas: “Tened valor, yo he vencido al mundo”.


  Cristo, clavado voluntariamente en la Cruz nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos ha dado la Gracia para ser señores de nosotros mismos y vivir unidos a Dios. Y esa opción maravillosa, ganada con su dolor, es la que consigue devolvernos la tranquilidad al comprender que nada hay que pueda quitarnos la paz, ni siquiera la muerte. La Resurrección de Jesús nos demuestra fehacientemente  que si estamos unidos a Él, a través de los Sacramentos que instituyó y depositó en su Iglesia, tendremos la vida eterna. Pero para vivir esa realidad, como nos anuncia el Maestro, hay que ser conscientes de nuestra pequeñez, de nuestra poquedad, de nuestros errores… y de la necesidad de unirnos a Él, con el arrepentimiento propio de la Penitencia, recibiéndolo en la Comunión y compartiendo su vida que nos da la luz que ilumina la esperanza e inflama nuestra fe.


  No podemos tener la soberbia intelectual de pensar que por conocer, o por seguir al Señor, estaremos libres de cometer faltas de cualquier tipo o condición. Somos una naturaleza herida que debe luchar por llegar a ser, lo que está llamada a ser, hija de Dios en Cristo. Los Apóstoles, que convivían diariamente con Jesús, en el momento de la tribulación lo abandonaron huyendo de su lado, presos del miedo al dolor. Pero esos mismos Apóstoles, cuando fueron conscientes de su traición, arrepentidos se refugiaron en la oración y la cercanía de María Santísima. Ese fue el camino de vuelta para recuperar sus fuerzas y poder recibir la efusión del Espíritu de Dios. ¡Aprendamos nosotros también! Libremos nuestras batallas, reconozcamos nuestros errores y rezando al lado de la Virgen, volvamos al lado de Jesús.