7 de abril de 2013

¡Yo he dado la vida por vosotros!

Evangelio según San Marcos 16,9-15.


Jesús, pues, resucitó en la madrugada del primer día de la semana. Se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios.
Ella fue a anunciárselo a los que habían sido compañeros de Jesús y que estaban tristes y lo lloraban.
Pero al oírle decir que vivía y que lo había visto, no le creyeron.
Después Jesús se apareció, bajo otro aspecto, a dos de ellos que se dirigían a un pueblito.
Volvieron a contárselo a los demás, pero tampoco les creyeron.
Por último se apareció a los once discípulos mientras comían, y los reprendió por su falta de fe y por su dureza para creer a los que lo habían visto resucitado.
Y les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación.




COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Marcos viene a ser un apretado sumario sobre las apariciones del resucitado. Pero podríamos poner el acento del relato en un hecho que, para nosotros, debe ser un bálsamo de esperanza y conformación ante las actitudes que a veces presentamos en nuestra vida espiritual.
Si a estos once miembros del Colegio Apostólico, que habían compartido con su Maestro la palabra y la cercanía divina, les cuesta tanto creer en una realidad sobrenatural que les manifiestan otros miembros de la comunidad como son María Magdalena, las mujeres o los discípulos de Emaús, está claro que a nosotros, a lo largo de nuestra vida, nos podrá surgir alguna duda frente a la verdad revelada. Y eso no debe extrañarnos, ni asustarnos, porque el Señor que nos conoce, ya contaba con ello. Por eso dejó constancia de su aparición a los Once donde les reprochó que hubieran desconfiado de sus hermanos y, sobre todo, de su Palabra; porque esa Palabra es el conocimiento divino que ilumina la razón para trascender el mundo que nos rodea. Porque su Gracia es la fuerza que mueve a la voluntad para mantenerse en la lucha difícil y costosa que exige el seguimiento cristiano.
En ese momento, Jesucristo los prepara como Iglesia que son para conformar la barca segura que tendrá que surcar los difíciles mares del tiempo y del espacio recibiendo, posteriormente, el vigor del Espíritu Santo para transmitir a todos la Resurrección y el mensaje de Cristo.


  Cada uno de nosotros necesita, a través del Bautismo, hacerse uno con el Señor por el Espíritu divino y a través de su Gracia, que recibiremos en la frecuencia de los Sacramentos y la lectura de la Palabra, recibir la fortaleza para seguir al lado de Jesús y, junto a Él, superar todas las dudas que seguramente surgirán, fruto de nuestra pobre naturaleza herida. ¡Somos así de poca cosa! Creemos en la existencia de Napoleón porque unos historiadores nos lo han confirmado y desconfiamos de la verdad del Evangelio cuando tenemos muchos más testimonios, creyentes y paganos, que nos hablan y confirman la vida, pasión, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Y como siempre repito en estas ocasiones, mantener esa verdad llevó a muchísimos miembros de la primera comunidad cristiana, la Iglesia primitiva, a derramar su sangre y la de sus hijos en la arena del circo romano.


  La duda es propia de la naturaleza humana, pero lo que no es propio del hombre es continuar manteniéndola sin hacer nada para salir de ella. Debemos recurrir a la oración y a la lectura de la Escritura; a los testimonios de aquellos que nos precedieron en los albores de la fe y que fueron testigos vivos de Cristo; a vivir en Dios a través de la Eucaristía; a compartir la vida eclesial, porque sólo participando con nuestros hermanos en la adhesión a la Iglesia, participaremos plenamente de la comunión con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Es en la Iglesia, que está guiada por el respeto a la libertad y por un profundo amor a los hermanos, donde encontraremos el anuncio de la verdad definitivamente revelada por el Señor y donde, todos juntos, seremos capaces de proclamar la necesidad de la conversión a Cristo para alcanzar la salvación prometida.


  Verdaderamente en este pasaje del Evangelio el Señor nos insta, a cada uno de nosotros, a no desfallecer; a no dudar de su Palabra porque su cumplimiento de amor le llevó al Calvario y a la Resurrección, para que en Él, si queremos, podamos tener vida eterna.
La fe, que nos parece tan irracional, es lo más natural al ser humano. Todos nosotros vivimos de la confianza que depositamos en nuestros semejantes: padres e hijos; amigos o esposos…No podríamos vivir sin creerles, porque si cada cosa que nos dicen la tuviéramos que evidenciar, esto sería un sin vivir. Estamos hechos para creer, aunque nos cueste admitirlo; entonces ¿Por qué siempre ponemos en duda la Palabra de Dios? Tal vez sea porque creer en Cristo cambia nuestra vida y nos obligar a minimizar nuestro orden de prioridades mundanas. Por eso el Señor, como a aquellos Once sentados en la mesa, nos reprende por nuestra terquedad y falta de fe recordándonos al oído: “Yo he dado la vida por vosotros; ahora os toca a vosotros darla por Mí. Ir a todo el mundo y predicad la Buena Nueva”.