30 de abril de 2013

¡Somos templo de la Trinidad!

Evangelio según San Juan 13,31-33a.34-35.

Cuando Judas salió, Jesús dijo: «Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él.
Por lo tanto, Dios lo va a introducir en su propia Gloria, y lo glorificará muy pronto.
Hijos míos, yo estaré con ustedes por muy poco tiempo. Me buscarán, y como ya dije a los ju díos, ahora se lo digo a ustedes: donde yo voy, ustedes no pueden venir.
Les doy un mandamiento nue vo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado.
En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Juan, observamos como los apóstoles se extrañan porque entienden las palabras de Jesús como si fueran una manifestación, un mensaje reservado sólo a ellos, mientras que era creencia común entre los judíos que el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador. La respuesta de Jesús puede parecernos evasiva, pero denota el total respeto a la libertad personal que Dios siente por nosotros. Si el Señor deslumbrara con su presencia, si su majestad fuera tan apabullante que no hubiera ninguna duda sobre su divinidad, creer sería una obligación y una consecuencia propia de su demostración. Pero Jesús les descubre que sólo se dará a conocer ante aquellos que habiendo escuchado –no sólo oído- su Palabra, la hagan suya y la pongan en práctica, guardando sus mandamientos.


  Dios se había manifestado repetidas veces en el Antiguo Testamento, prometiendo su presencia en medio del pueblo de Israel como nos lo hizo llegar el profeta Ezequiel a través de su mensaje:      “Estableceré con ellos una alianza de paz, será una alianza para siempre. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo y sabrán las naciones que yo soy el Señor que santifica a Israel, cuando esté mi santuario en medio de ellos para siempre”



  Pero Jesús, en cambio, nos habla aquí de una presencia en cada persona. Nos describe el Maestro el verdadero sentido del sacramento bautismal en el que cada uno de nosotros es insertado en Cristo y la vida divina corre por nuestra alma, deificándonos. Cristo forma parte de nosotros y nosotros nos hacemos otros Cristos por el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando con sus hermanos de la iglesia de Corinto, resaltaba con profundidad este anuncio:
“¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados mediante un precio. Glorificad por tanto a Dios en vuestro cuerpo” (1Co 19-20)
Cada cristiano, si está en gracia, es templo de la Trinidad en su alma y, por ello y a través de cada uno de ellos, Dios habita en medio de su pueblo.



  No quiero ni pensar la responsabilidad que tenemos todos los que un día decidimos aceptar la vocación que el Altísimo puso en nuestro corazón; aunque hay que reconocer que la conciencia de esta inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma, es fuente de grandes consuelos. Pensar en la Gracia que infunde la fuerza a nuestra pobre voluntad, es sinónimo de esa audacia que apaga nuestros miedos y nos lanza a emprender misiones que solos seríamos incapaces de abarcar.



  Porque el Espíritu santo nos ilumina y capacita para descubrir la profundidad y la riqueza de todo lo que hemos visto y escuchado, interiorizándolo, y facilitando que hagamos una síntesis personal que nos permita propagar la Verdad y transmitir el Evangelio.
No hay que olvidar que cuando los Apóstoles recibieron al Paráclito, Éste les trajo a su memoria lo que ya habían escuchado de Jesús, pero con una luz tal que la duda pasó a la certeza y les permitió comunicar a sus oyentes, de todas las épocas y lugares, esos acontecimientos gloriosos de Cristo y las enseñanzas del Espíritu de Verdad.



  Como siempre os digo, no será fácil –no lo ha sido nunca- acercar a Cristo a todas aquellas personas que forman parte de nuestra vida diaria; no lo es porque tenemos miedo de nuestra debilidad y, en parte, de nuestro egoísmo. Pero es el propio Jesús, que nos conoce, el que nos recuerda que si permanecemos en Él, a través de los Sacramentos comunicados por la Iglesia, nos enviará un Defensor que nos enseñará todas las cosas y nos recordará lo que debemos hacer para llevar a cabo la misión que tenemos encomendada desde toda la eternidad.