24 de abril de 2013

¡Reconocemos su voz!

Evangelio según San Juan 10,22-30.

Era invierno y en Jerusalén se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo.
Jesús se paseaba en el Templo, por el pórtico de Salomón,
cuando los judíos lo rodearon y le dijeron: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo claramente.»
Jesús les respondió: «Ya se lo he dicho, pero ustedes no creen. Las obras que hago en el nombre de mi Padre manifiestan quién soy yo,
pero ustedes no creen porque no son ovejas mías.
Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen,
y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.
Aquello que el Padre me ha dado lo superará todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos una sola cosa.»



COMENTARIO:

  San Juan nos presenta, en este Evangelio, las dudas que muchos de sus conciudadanos le presentaban a Jesús sobre si Él era el Mesías prometido. El Señor, ante eso, les respondía manifestando la identidad substancial que existía entre Él y el Padre; a pesar de que jamás dijo que Él fuera el Padre, sino que revelaba su unidad en cuanto a naturaleza divina y su diferencia en cuanto a distinción personal. Es decir dos Personas distintas pero un solo Dios.

  También Jesús recurrió a las obras realizadas, que manifestaban su condición mesiánica: daba la vista a los ciegos, los sordos oían y había devuelto la vida a aquellos que estaban muertos. Pero muchos de los judíos fueron capaces de adjudicar estos hechos sobrenaturales a la acción de Satanás, antes de reconocer que la idea del Mesías guerrero y libertador que tenían podía ser errónea, porque provenía de una mala interpretación de las Escrituras. Todos los allí reunidos observaron lo mismo; a todos les fue enviada la misma Gracia divina, pero cada uno fue libre de abrir su corazón y recibirla –como hicieron los discípulos del Señor- o bien cerrarse y mantenerse, por soberbia, en el error.

  Hoy sigue ocurriendo lo mismo, poco o nada a cambiado, y muchos de los que se llaman a sí mismos cristianos prefieren erigirse un Dios a su antojo y conveniencia, que les permita disfrutar de una religión Light y sin compromisos. Hemos logrado desvirtuar el mensaje de Jesús, que es eterno, pensando que se puede modificar con el paso del tiempo a nuestro antojo y necesidad. Hemos olvidado que todo lo que vivimos ahora ya se vivía en la época de los romanos: sodomía, incesto, divorcio, infidelidad, homicidio, prevaricación…Desde que el mundo es mundo el pecado original ha herido a la naturaleza humana y los hombres hemos sido esclavos de nuestros más bajos deseos. Por eso Cristo, con su muerte y resurrección nos entregó la Gracia que nos libera del pecado, dándonos la fuerza para vivir en libertad.

  Pero esa Gracia, porque somos libres, requiere el deseo personal de aceptarla; y aceptarla equivale a estar dispuestos a vivir bajo la Ley de Dios. No porque se nos imponga, sino porque estamos convencidos de que Aquel que nos creó conoce perfectamente lo que más nos conviene. Y el ser humano es el mismo ayer, hoy y mañana; lo destruyen las mismas cosas y lo perfeccionan los mismos valores: el amor, la fe, la esperanza, la prudencia, la templanza…

  Podemos hacer oídos sordos a Cristo, como hicieron aquellos judíos que le rodearon cuando andaba por el pórtico de Salomón. Cerrar nuestros ojos a las acciones que el Señor realiza cada día en nuestras vidas, encontrando respuestas en la casualidad y las posibilidades. Pero tendréis que aceptar conmigo que si tiro todas las letras del abecedario al aire, es imposible que al caer al suelo se forme una palabra o surja una frase. No, por más que nos esforcemos hay cosas cuya explicación, nos guste o no, sólo viene determinada por la causalidad que proviene de Dios.

  Eso manifiesta el Maestro cuando nos habla de todas sus obras que sólo son reconocidas por aquellos que viven de la fe; de la confianza en la Palabra hablada y escrita. De todos los que, tras el Bautismo, vivimos en Cristo a través de la recepción de los Sacramentos. Nos habla de no necesitar razones, porque las razones están inscritas en nuestro corazón: las puso Dios cuando nos creó y nosotros, libremente, las aceptamos cuando decidimos seguir al Señor como a nuestro Pastor en el redil de la Iglesia Santa. Por eso Jesús nos dice desde el Evangelio:
“Mis ovejas reconocen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y jamás perecerán ni nadie me las quitará.”