5 de abril de 2013

¡Podemos cambiar el mundo!

Evangelio según San Juan 21,1-14.


Después de esto, nuevamente se manifestó Jesús a sus discípulos en la orilla del lago de Tiberíades. Y se manifestó como sigue:
Estaban reunidos Simón Pedro, Tomás el Mellizo, Na tanael, de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar.» Contestaron: «Vamos tam bién nosotros contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba pa rado en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él.
Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo que comer?» Le contestaron: «Nada.»
Entonces Jesús les dijo: «Echen la red a la derecha y encontrarán pes ca.» Echaron la red, y no tenían fuer zas para recogerla por la gran cantidad de peces.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Simón Pedro: «Es el Señor.»
Apenas Pedro oyó decir que era el Señor, se puso la ropa, pues estaba sin nada, y se echó al agua. Los otros discípulos llegaron con la barca —de hecho, no estaban lejos, a unos cien metros de la orilla; arrastraban la red llena de peces.
Al bajar a tierra encontraron fuego encendido, pescado sobre las brasas y pan.
Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar.»
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red llena con ciento cincuenta y tres pescados grandes. Y a pesar de que hubiera tantos, no se rompió la red.
Entonces Jesús les dijo: «Vengan a desayunar». Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo repartió. Lo mismo hizo con los pescados.
Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos.



COMENTARIO:


  Este pasaje maravilloso de san Juan evoca, si recordáis, aquel que tuvo lugar en el lago de Genesaret donde se llevó a cabo la pesca milagrosa y la vocación de los primeros discípulos.
 En aquellos momentos, cuando el Señor comenzaba su ministerio público, poco se podía imaginar aquel grupo de pescadores que cansados regresaban de bregar toda la noche sin éxito, que unos años después se volvería a repetir, a orillas del Mar de Tiberíades, el mismo suceso. Otra vez el Señor, sin que lo reconozcan en un principio como tal, les exhorta desde la orilla a que no se rindan y, poniendo la fe y la confianza en sus palabras, vuelvan a lanzar las redes al agua para, como aquella primera vez, sacarlas cargadas de peces.


  Ese debe ser siempre el ejemplo que cada uno de nosotros debe tener presente cuando se sienta desfallecer en la transmisión del mensaje evangélico. Nosotros, como aquellos primeros cristianos, tenemos todo un mar sin orillas –el mundo- que nos espera para que, dentro de la barca –que es símbolo de la Iglesia-  salgamos a lanzar las redes del apostolado. Esa pesca milagrosa que, por la Gracia de Dios, nos permitirá introducir en las redes de la fe y la vida divina a todos nuestros hermanos, los hombres. Nos cansaremos luchando contra las tormentas y las olas de la incomprensión y la maledicencia, porque casi nadie podrá entender que nuestro afán es fruto del amor al prójimo al que deseamos transmitir la felicidad –incluso en la tribulación- que hemos alcanzado al lado de Dios.


  No obligamos, pero sí informamos; porque es nuestro deber, nuestro derecho y nuestra obligación transmitir la verdad anunciada.
Nadie puede amar lo que desconoce; por eso, porque la ignorancia es el peor camino que puede seguir una persona que de verdad quiera ser libre, hemos sido elegidos desde el principio de los tiempos, y lo hemos reafirmado con nuestro bautismo, para ser el medio por el cual la Palabra de Dios pueda llegar a todo lugar, en todos los tiempos y en cualquier condición.


  Pero este relato hace mención, para que todo ello sea efectivo, de un dato importante e imprescindible: el amor del discípulo amado que reconoce a Jesús en aquel hombre que apenas divisa desde la barca. Es ese cariño adolescente, que quería a Cristo con toda la pureza de su corazón, el que capta la verdadera realidad del Señor y es capaz de transmitirla a sus hermanos.
Cuantas veces muchos de nosotros, por tener nuestra alma cargada de preocupaciones y nuestra mente pletórica de ocupaciones mundanas, somos incapaces de reconocer al Maestro en aquellas palabras de un amigo, en aquel libro que nos recomiendan o en aquellas circunstancias difíciles que pueden cambiarnos la vida. Cuantas veces ¡cuantas! hemos pasado al lado de Jesús sin reconocerlo: en ese hermano que sufre, en ese amigo que nos necesita o en ese proyecto, sin ánimo de lucro, que ha requerido nuestro tiempo.
Sólo conoceremos al Hijo de Dios si nuestro corazón frecuenta los Sacramentos y se nutre de la oración, dando frutos de fe, esperanza y amor.


  Pero este relato tiene otro componente que no podemos pasar por alto: la fe de Pedro. El Apóstol sólo necesita la indicación del joven Juan para, ante la duda, lanzarse en pos de su Señor lleno de una audacia maravillosa. Simón confía en Jesús, lo busca, lo espera…sabe que no puede engañarles y que, como les prometió, vendrá a su encuentro.
¡Si nosotros tuviéramos una pizca del amor de Juan y de la fe de Pedro! Si nosotros no dudáramos de las palabras del Señor, cuando nos pide que echemos las redes por su amor y por el de nuestros hermanos. Nadie nos detendría: ni el miedo, ni la vergüenza, ni la pereza, ni el desamor. Sí; aunque os parezca mentira, nosotros como aquellos cristianos, seríamos capaces de cambiar el mundo.