3 de abril de 2013

¡Un canto a la esperanza!

Evangelio según San Juan 20,11-18.

María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro
y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús.
Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto".
Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció.
Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo".
Jesús le dijo: "¡María!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!".
Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'".
María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan es un canto a la esperanza; a la esperanza que surge  de la palabra y culmina en la Persona del Señor.
María Magdalena es modelo de todos aquellos que buscamos a Jesús. Ella lo había perdido, tal vez se lo habían robado, y su corazón se destrozaba ante el sentimiento de no volverle a ver. Cuantas veces nosotros, a lo largo de nuestra vida, hemos extraviado el camino que nos conduce al encuentro con el Señor, y como la Magdalena, hemos quedado dolorosamente destrozados como seres humanos al sentirnos huérfanos en Aquel  que es nuestro principio y nuestro fin.


  Pero el Evangelio nos enseña que Cristo se manifiesta a aquellos que lo buscan de verdad; a todos los que, como María, permanecen con el alma enamorada sin apartarse del sepulcro para buscar al que no había hallado. El secreto, evidentemente, es no desfallecer, recordando las palabras que tantas veces repitió el Maestro en Galilea:
“Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe y el que busca, encuentra; y al que llama se reabrirá” (Lc.11, 9-10).


  No debemos caer en la tentación del sinsentido; no debemos ceder a los claroscuros de la fe, porque acabamos de pasar el escándalo del dolor y de la muerte de la humanidad de Jesús con la oscuridad profunda de la incomprensión. De esa incomprensión que se abre, como el sepulcro, al cumplimiento de las promesas de la Resurrección divina donde el Maestro nos espera, si seguimos siendo fieles, en la duda, la ausencia y la tribulación.


  Eso es el amor cristiano: la confianza en Aquel que nos dijo que le esperáramos, porque vendría a buscarnos; y María espera, sin saber muy bien en qué, pero confía en su amado. Y esa actitud es la que mueve al Señor a aparecer ante ella como en la parábola que tantas veces repitió: la del Buen Pastor que llama a sus ovejas por su nombre, y ellas le conocen. No somos nosotros quienes encontramos a Jesús; sino que es Él quien sale a nuestro encuentro y nos llama por nuestro nombre, por ese nombre que desde toda la eternidad nos puso, como  distintivo de nuestra vocación.


  María rinde su corazón al amado que ha dado su vida por ella, por todos nosotros; y ante su presencia, ante su cercanía, recibe el compromiso que a partir de ahora marcará todo su existir: deberá dar testimonio de la resurrección y transmitir a todos los demás que ha visto al Señor; aunque esto le cueste la burla de los incrédulos o la incomprensión de sus amigos.
No se puede encerrar en el fondo del alma, para gozar en soledad de la fe, el hecho de que Jesucristo ha trascendido la materialidad de este mundo y su Cuerpo glorioso ha vuelto al Padre: Cristo ha resucitado y con Él todos nosotros hemos vencido a la muerte eterna. No; este mensaje debe transmitirse de generación en generación a través de la Iglesia universal de la que todos los bautizados formamos parte, porque el Señor así nos lo ha pedido al llamarnos, en el silencio de nuestro corazón, a cada uno por nuestro nombre.