13 de abril de 2013

¡El rostro del Señor!

Evangelio según San Juan 6,1-15.

Después Jesús pasó a la otra orilla del lago de Galilea, cerca de Tiberíades.
Le seguía un enorme gentío a causa de las señales milagrosas que le veían hacer en los enfermos.
Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos.
Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos.
Jesús, pues, levantó los ojos y, al ver el numeroso gentío que acudía a él, dijo a Felipe: «¿Dónde iremos a comprar pan para que coma esa gente?»
Se lo preguntaba para ponerlo a prueba, pues él sabía bien lo que iba a hacer.
Felipe le respondió: «Doscientas monedas de plata no alcanzarían para dar a cada uno un pedazo.»
Otro discípulo, Andrés, hermano de Simón Pedro, dijo:
«Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es esto para tanta gente?»
Jesús les dijo: «Hagan que se siente la gente.» Había mucho pasto en aquel lugar, y se sentaron los hombres en número de unos cinco mil.
Entonces Jesús tomó los panes, dio las gracias y los repartió entre los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, y todos recibieron cuanto quisieron.
Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: «Recojan los pedazos que han sobrado para que no se pierda nada.»
Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos que no se habían comido: eran las sobras de los cinco panes de cebada.
Al ver la señal que Jesús había hecho, los hombres decían: «Este es sin duda el Profeta que había de venir al mundo.»
Jesús se dio cuenta de que iban a tomarlo por la fuerza para proclamarlo rey, y nuevamente huyó al monte él solo.



COMENTARIO:

  Es muy curioso observar que en el Evangelio de san Juan sólo se recogen siete de los milagros que Jesús realizó y que los Sinópticos han agrupado y desarrollado. Esta circunstancia es debida a que el evangelista sólo utiliza estos hechos sobrenaturales como ratificación de lo que para él tiene, en realidad, la verdadera importancia: los mensajes, la doctrina y la vida de Jesús de Nazaret que lo reafirman como el Hijo de Dios. El Señor es, como hemos repetido muchas veces, el Verbo de Dios hecho carne;  por eso las palabras que surgen de la boca del Mesías, son el reconocimiento propio del Padre y, como tal, el sentido profundo que Juan quiere transmitir a todos aquellos dispuestos a conocer a Jesús a través de su Evangelio. San Juan aprovechó los milagros que trascendían la humanidad de Jesucristo, atestiguándolo como el Hijo de Dios que nos habían prometido las Escrituras; probando con los hechos el verdadero contenido de la enseñanza divina. Por eso el Autor sagrado eligió aquellos que le iban mejor a su propósito para mostrarnos  algunas facetas del misterio de Cristo.

  El milagro de la multiplicación de los panes y los peces, que unos días antes de la Pascua realizó el Señor no de forma simulada sino a través de una profunda realidad, prefiguró para Juan –una vez hubo resucitado el Señor y él entendió, por la efusión del Espíritu, el sentido de cada momento y circunstancia- la Pascua cristiana y el misterio de la Eucaristía. Eso lo puso en relación directa con el discurso de Cafarnaún sobre el Pan de Vida, en el que Jesús prometió darse Él mismo como alimento de nuestra alma. Si analizamos varias de las traducciones bíblicas del versículo 11 de este capítulo observaremos, a pesar de ligeras variantes, que tienen en común esas palabras del Señor: “Jesús tomo los panes y después de dar gracias, los repartió a los que estaban sentados, e igualmente les dio cuantos peces quisieron”. Que son casi las mismas palabras con las que los Sinópticos y san Pablo narrarán el comienzo de las instrucciones de la Eucaristía.

  Eso quiere decir que Jesús, como vemos, es sensible y se preocupa de todas las necesidades –tanto espirituales como materiales- de los hombres, por eso toma la iniciativa para satisfacer el hambre de aquella multitud que le seguía  y cuya necesidad clamaba a su corazón misericordioso, y posteriormente, dará su Cuerpo para alimento de nuestra alma. Este milagro debe llenarnos de esperanza y consuelo a todos aquellos que habitualmente clamamos a Dios, rogándole que satisfaga nuestras necesidades. Jesús enseña a sus discípulos, y en ellos a cada uno de nosotros, que hay que confiar el Él en todas las dificultades que podamos encontrarnos a lo largo de nuestra vida; sobre todo ante aquellos problemas que nos surgirán cuando deseemos desempeñar futuras tareas y empresas apostólicas.

  Pero el Maestro no se contentará, como ha repetido muchas veces, con que nosotros clamemos al cielo sin intentar poner, al menos, los pocos medios con los que contamos; medios que seguramente serán insuficientes, como lo eran aquellos cinco panes y dos peces que le presentaron los apóstoles. Pero estad seguros que, como entonces, si nosotros ponemos nuestra fe en Jesús, Él aportará todo lo que nos haga falta para alcanzar nuestros objetivos; multiplicando la eficacia de nuestros recursos, que son tan insignificantes. Nuestro Señor no cuenta los bienes que tenemos y que siempre serán insuficientes, sino la generosidad con que se los ofrecemos, así como el amor que ponemos  para llevar a cabo la labor que nos ha encomendado.

  La reacción que observamos ante el milagro realizado nos muestra que, como en otros casos, los que se beneficiaron de él reconocieron a Jesús como el Mesías prometido; pero con un sentido mesiánico terrenal fruto de haber interpretado la Escritura con una connotación nacionalista que el Señor no estaba dispuesto a aceptar. Por eso huyó de ese lugar, como había sucedido en otras ocasiones, evitando una proclamación popular que sabía que era ajena a su verdadera misión aquí en la tierra. Cristo no acepta la posición de aquellos que mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas; ya que la perspectiva de su misión, como bien sabemos, es mucho más profunda. Consiste en la salvación de todo el género humano por un amor transformante, pacificador y preñado de perdón y reconciliación. Y ese es el camino que Jesús ha trazado para todos aquellos que estamos dispuestos a seguirle buscando, entre nuestros hermanos, el rostro doliente del Señor.