16 de abril de 2013

¡El primer lugar!

Evangelio según San Juan 6,22-29.


Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del lago se dio cuenta que allí no había habido más que una barca y que Jesús no había subido con sus discípulos en la barca, sino que éstos se habían ido solos.
Mientras tanto algunas lanchas de Tiberíades habían atracado muy cerca del lugar donde todos habían comido el pan.
Al ver que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, la gente subió a las lanchas y se dirigieron a Cafarnaúm en busca de Jesús.
Al encontrarlo al otro lado del lago, le preguntaron: «Rabbí (Maestro), ¿cómo has venido aquí?»
Jesús les contestó: «En verdad les digo: Ustedes me buscan, no porque han visto a través de los signos, sino porque han comido pan hasta saciarse.
Trabajen, no por el alimento de un día, sino por el alimento que permanece y da vida eterna. Este se lo dará el Hijo del hombre; él ha sido marcado con el sello del Padre.»
Entonces le preguntaron: «¿Qué tenemos que hacer para trabajar en las obras de Dios?»
Jesús respondió: «La obra de Dios es ésta: creer en aquel que Dios ha enviado.»



COMENTARIO:


  En este Evangelio, Juan manifiesta con claridad que la fama de Jesús se extendía entre los habitantes de Israel y, por ese motivo, cuando no le encontraban lo buscaban con ahínco, siendo capaces de desplazarse hasta las orillas de las ciudades colindantes.
También deja entrever el evangelista, entre las líneas de su escrito, que el Señor había llegado a Cafarnaún de forma milagrosa, ya que no había subido a la barca ni se había ido con sus discípulos. Por eso Juan aprovecha esa circunstancia para recordarnos que  Jesús, que había caminado sobre las aguas, tiene el poder sobre todos los elementos de la naturaleza que se someten a su voluntad.
Esta circunstancia, cada vez que la medito, me hace reflexionar sobre la entrega total que el Hijo de Dios hizo de sí mismo, asumiendo el sacrificio libremente por amor al hombre. Él, que podía calmar las tempestades; caminar sobre las aguas; sanar a los enfermos y devolver la vida a los muertos. Él, por mi amor, por mí, se sometió a la humillación, al dolor y a la muerte para que tú y yo recuperáramos la Vida. ¿Cómo podemos permanecer indiferentes ante tamaño sacrificio?


  En este episodio también es muy significativo el lugar donde el Señor ha querido reencontrarse con aquellos que le siguen: Cafarnaún. Y es significativo, porque fue en su sinagoga donde el Señor pronunció el discurso del Pan de Vida, revelando –sin ninguna duda- quien era Él y de donde procedía; así como todos aquellos bienes que nos comunicaba con el alimento de su Carne: la fe, la Eucaristía y la Vida eterna.


  Jesús agradece el esfuerzo de todos aquellos que han ido tras Él, pero a la vez les rectifica la intención, porque justamente la intención es lo que da el sentido y el valor del acto realizado. No es lo mismo actuar por amor, miedo o interés, aunque la acción sea la misma.
Nuestro Señor aprovecha para recordarles que ese pan que recibieron y que les alimentó, ese pan de cada día que es el sustento de nuestra vida, no es nada en comparación con el alimento del alma que propugna la vida eterna. Ese Cuerpo Santo que recibimos en la Eucaristía y que es la verdadera fuerza para sostener el edificio de nuestra fe y de nuestra santidad.
Porque aunque nos parezca que esta vida es larga, en realidad tiene una duración muy limitada, limitadísima. Por eso, me resulta muy difícil de comprender que las personas cambiemos esa vida eterna al lado de Dios en la que, formando parte de Él, gozaremos de sus dones en plenitud, por una estancia temporal que nos promete quimeras difíciles de conseguir sin comprometer la integridad de nuestra alma. A mí me recuerda cuando éramos pequeños e inexpertos, y jugando con algún amigo mayor y más avispado cambiábamos, haciendo trueques, una pieza de valor por una chapa de vistosos colores que nos había llamado profundamente la atención.


  Jesús nos insiste, desde el Evangelio, a valorar la verdad de su mensaje que es Él mismo. Cristo es la Palabra hecha Carne, por eso escuchar, interiorizar y vivir su Palabra es participar de los Sacramentos y tener vida en Él y con Él.
No podemos dejarnos engañar por los brillos que la sociedad de consumo nos presenta, intentando llenar nuestra alma de deseos materiales que nunca lograrán saciar nuestra ansia de felicidad. Hemos de aprender a priorizar, a poner cada cosa en su sitio, dando a Dios el lugar que le corresponde: el primero. A no olvidar que la Felicidad con mayúsculas es una puerta que se abre hacia fuera –hacia nuestros hermanos- y jamás hacia dentro –donde se recrea nuestro egoísmo-.
Vaciar nuestro corazón de cosas absurdas es el principio necesario para que el Señor lo llene y nos de, en todas las circunstancias, la paz y la alegría propia de los hijos de Dios.