21 de abril de 2013

¡El eslabón débil!

Evangelio según San Juan 6,60-69.

Al escucharlo, cierto número de discípulos de Jesús dijeron: «¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién querrá escucharlo?»
Jesús se dio cuenta de que sus discípulos criticaban su discurso y les dijo: «¿Les desconcierta lo que he dicho?
¿Qué será, entonces, cuando vean al Hijo del Hombre subir al lugar donde estaba antes?
El espíritu es el que da vida, la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida.
Pero hay entre ustedes algunos que no creen.» Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a entregar.
Y agregó: «Como he dicho antes, nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre.»
A partir de entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y dejaron de seguirle.
Jesús preguntó a los Doce: «¿Quieren marcharse también ustedes?»
Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna.
Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.»



COMENTARIO:


  Estos versículos del Evangelio de san Juan, ponen de manifiesto como fueron recibidas las palabras de Jesús por parte de los discípulos. El Señor exige, de aquellos que le siguen, el acto de fe ante una realidad que se les presenta como totalmente absurda. Porque Cristo, al revelarnos el misterio eucarístico, sabe que está pidiendo a los que se encuentran escuchándolo en Cafarnaún, que no atiendan exclusivamente a lo que sus sentidos pueden mostrarles, a lo que pueden apreciar partiendo de las cosas meramente naturales; sino que trasciendan el hecho en sí mismo y sean capaces de comprender lo revelado como fruto de la Palabra divina que es “espíritu” y “vida”, que es la Verdad que no puede ni engañarse ni engañarnos.

  Jesús les pide, les exige, a todos aquellos que creen estar dispuestos a seguir al Señor por los caminos de Jerusalén, que den un paso de fe y depositen su confianza en Él. Con eso el Maestro quiere prepararlos para aquellos momentos en los que, durante su Pasión y Muerte, serán tentados por el diablo en la tristeza, el desasosiego y la incomprensión. Sólo los que permanezcan fieles a la Palabra, por el hecho de ser Palabra, podrán vivir los acontecimientos futuros a la gloria de su Resurrección, donde la fe dará paso a la evidencia y al gozo del hecho cumplido en Cristo, Nuestro Señor.

  Pero la promesa de la Eucaristía, que había provocado en aquellos oyentes de Cafarnaún muchas discusiones y escándalos, acaba desembocando en el abandono de muchos discípulos que habían acompañado al Maestro durante su ministerio. Jesús les había expuesto una verdad maravillosa y salvífica, la de la Redención; pero aquellos personajes se cerraban a la Gracia divina porque no estaban dispuestos a aceptar los hechos que superaban su mentalidad estrecha, haciéndose incapaces de recibir en su corazón lo que no podían entender ni abarcar en su cabeza.

  El misterio de la Eucaristía nos exige un especial acto de fe, porque nos obliga a someter a Dios la recepción de nuestros sentidos, salvo el del oído que nos descubre la Verdad revelada. Como santo Tomás nos repetirá en la oración del “Adorote Devote”, ante la Sagrada Forma nosotros debemos repetir desde el fondo de nuestro corazón:
“Te adoro con devoción, Dios escondido,
Oculto verdaderamente bajo estas apariencias.
A Ti se somete mi corazón por completo,
Y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de Ti, se equivoca la vista, el tacto, el gusto;
Pero basta el oído para creer con firmeza;
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
Nada es más verdadero que esta palabra de verdad…”


  Pedro, en aquellos momentos cabeza de la Iglesia primitiva, en nombre de los Doce y en el nuestro –porque formamos con ellos, a través del Bautismo, la Iglesia de Cristo- expresa su fe en las palabras de Jesús, reconociendo que procede de Dios; como hará nuevamente en Cesárea de Filipo, cuando confiese al Maestro como el verdadero Mesías. La confesión del Apóstol representa, al mismo tiempo, la comunión de fe de todos aquellos que creemos en Jesucristo y que no podemos olvidar que, junto a todos ellos en el Magisterio y la Tradición de la Iglesia, encontraremos como entonces, el criterio seguro de discernimiento sobre la verdad que debemos creer. Como nos ha repetido muchas veces el Señor, no estamos huérfanos en la fe, sino que pertenecemos a una familia, la familia de Dios, donde cada uno de nosotros es un eslabón en la cadena que une el Cielo con la tierra. ¡Hemos de luchar por no ser el eslabón débil que dificulte esa realidad divina!