21 de abril de 2013

¡Dios es Uno!

Evangelio según San Juan 10,27-30.

Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco. Ellas me siguen,
y yo les doy vida eterna. Nunca perecerán y nadie las arrebatará jamás de mi mano.
Aquello que el Padre me ha dado lo superará todo, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre.
Yo y el Padre somos una sola cosa.»




COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan, aunque corto, es de una profundidad increíble. Ante la duda de todos aquellos que pensaban que Jesús no era el Mesías, el evangelista hace hincapié en las palabras del Señor que resalta la unidad entre Él y el Padre. Esa unidad que parte de la identidad substancial entre ambos y que, posteriormente, nos revelará extensible al Espíritu Santo.


  Comprendo que el misterio de la Trinidad es uno de los más grandes que profesamos los católicos, y que intentar explicarlo es una tarea épica, casi imposible de conseguir. Pero también sabéis, los que me conocéis, que pienso que Dios al crearnos a su imagen y semejanza nos dio una razón, una inteligencia cuya principal función es la de acercarnos lo máximo que podamos a la Verdad divina. Y con este empeño, y tras pensarlo mucho, voy a intentar desarrollar con unos ejemplos que creo que pueden serviros, el misterio de las Tres Personas distintas y Un solo Dios verdadero, que nos presenta san Juan en el Evangelio de hoy.


  A los hombres nos cuesta mucho imaginar que tres cosas puedan ser, a la vez, una; pero es cierto que ese problema sólo se nos presenta cuando hablamos de elementos sólidos. Ahora imaginemos que tenemos tres chorros de agua, distintos entre sí, y los unimos; está claro que conseguiremos sólo uno. Lo mismo si pensáis en tres llamas de fuego, separadas e independientes entre sí; si la reunimos en una sola, es una sola llama la que arde y nos alumbra. Creo que podríamos encontrar más ejemplos que nos servirían para hacernos una idea de que Dios, que es espíritu, es en Sí mismo Tres Personas espirituales distintas, pero que las Tres Personas distintas forman una Unidad en la Trinidad.


  El Padre, al tomar conocimiento de Sí mismo desde toda la eternidad, engendra al Hijo, desde la eternidad; y de la relación de ambos surge el Espíritu Santo. Relación de amor que genera amor, porque esa es la definición que nos da san Juan de Dios: el Amor. Nuestro Dios es en Sí mismo familia, y por eso cuando crea al hombre, lo crea varón y mujer. Y de la relación amorosa de la pareja surge el hijo que es el fruto e imagen del amor esponsal e indisoluble. La familia es la imagen de la Trinidad, de Dios, en la tierra; por eso este mundo lucha, con todas sus fuerzas, para erradicar el verdadero sentido de la familia cristiana que nos ha sido manifestado por Revelación.


  Ese es el motivo de que cuando el Padre quiere salvar al hombre, y éste sólo puede salvarse conociendo a Dios y eligiéndolo sobre todo lo demás, renunciando al pecado, envía a su Hijo – al Verbo, al Conocimiento divino, que es Palabra que expresa ese Conocimiento- a que asuma la naturaleza humana y hecho Hombre, sin dejar de ser Dios, manifieste a los hombres la verdadera identidad de Dios que sólo Él, como tal, conoce. Y con esta naturaleza humana asumida, muera por nosotros en la Cruz, resucitando con nosotros a la Vida de la Gracia.


  Pero a pesar de las palabras de Jesús, manifestándose como el Pastor capaz de dar su vida por las ovejas que el Padre le ha confiado, muchos se resistirán a reconocer al Maestro como el Mesías prometido; y es que a pesar de que el Señor da su Gracia a todos, es necesario no poner obstáculos por nuestra parte y abrirnos a la fe. Santo Tomás lo explicaba muy bien cuando recordaba que podemos gozar de la luz del sol que ilumina todos los objetos. Pero si yo decido cerrar los ojos e impedir que la luz me ayude a descubrir la realidad, este hecho no es culpa del sol sino de mi libertad mal entendida que persiste en mantenerme en la oscuridad.


  Cada uno de nosotros, a través del Bautismo, hemos sido injertados en Cristo y con Él formamos esa familia, ese redil que es la Iglesia Santa. Conocemos su voz, que surge de la meditación profunda de la Palabra divina y, en la Comunión, vamos a su encuentro para recibirlo y que nos de la Vida eterna. Intentamos ser lo que debemos ser, cristianos convencidos que luchan por ser fieles al mandato de Aquel al que pertenecemos: Cristo, Nuestro Señor.