14 de abril de 2013

¡Cambiaremos el mundo!

Evangelio según San Juan 21,1-19.

Después de esto, nuevamente se manifestó Jesús a sus discípulos en la orilla del lago de Tiberíades. Y se manifestó como sigue:
Estaban reunidos Simón Pedro, Tomás el Mellizo, Natanael, de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos discípulos.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar.» Contestaron: «Vamos también nosotros contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.
Al amanecer, Jesús estaba parado en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él.
Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo que comer?» Le contestaron: «Nada.»
Entonces Jesús les dijo: «Echen la red a la derecha y encontrarán pesca.» Echaron la red, y no tenían fuerzas para recogerla por la gran cantidad de peces.
El discípulo al que Jesús amaba dijo a Simón Pedro: «Es el Señor.»
Apenas Pedro oyó decir que era el Señor, se puso la ropa, pues estaba sin nada, y se echó al agua. Los otros discípulos llegaron con la barca —de hecho, no estaban lejos, a unos cien metros de la orilla; arrastraban la red llena de peces.
Al bajar a tierra encontraron fuego encendido, pescado sobre las brasas y pan.
Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar.»
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red llena con ciento cincuenta y tres pescados grandes. Y a pesar de que hubiera tantos, no se rompió la red.
Entonces Jesús les dijo: «Vengan a desayunar». Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo repartió. Lo mismo hizo con los pescados.
Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos.
Cuando terminaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Contestó: «Sí, Señor, tú sa bes que te quiero.» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.»
Le preguntó por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro volvió a contestar: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Cuida de mis ovejas.»
Insistió Jesús por tercera vez: «Simón Pedro, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se puso triste al ver que Jesús le preguntaba por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.» Entonces Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas.
En verdad, cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas a donde querías. Pero cuando llegues a viejo, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará a donde no quieras.»
Jesús lo dijo para que Pedro comprendiera en qué forma iba a morir y dar gloria a Dios. Y añadió: «Sígueme.».



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan evoca el pasaje donde transcurre la primera pesca milagrosa, en la que el Señor prometió a Pedro hacerle pescador de hombres. Ahora, transcurridos los momentos de la prueba de la Pasión y haber sido forjado en la humildad y el sufrimiento, Jesús confirma a su Apóstol en la misión que le tiene encomendada. Para Simón, esta vez, es la ratificación en su cometido como cabeza visible de la Iglesia.


  El Señor, aprovechando estos momentos, efectúa a Pedro por tres veces la pregunta vital cuya respuesta cambia la vida a cualquier ser humano:  “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que a éstos?"
Seguro que el apóstol recordó entonces los duros momentos vividos, donde negó tres veces haber conocido a Jesús; seguro que sintió encogerse su corazón ante la evocación de esas sensaciones de miedo y cobardía que le habían invadido en casa de Caifás. Pero seguramente, fueron esos momentos de flaqueza  los que le ayudaron a enfrentarse a su debilidad, convirtiéndolo y capacitándolo, a través de la humildad, para amar y entender a todos aquellos que habían sido llamados a formar parte de la Iglesia de Dios. Porque no hay nada mejor, para ser capaces de comprender y perdonar a nuestro prójimo, que volver nuestra mirada sobre nosotros mismos y, sin perjuicios, reconocer las miserias que forman parte de nuestro ser y nuestro actuar. Y con todo este bagaje y, a pesar de este bagaje, Jesús escogió a Pedro como Pastor universal e intemporal, para guiar a sus ovejas.


  Otro punto de este episodio que me sigue maravillando es el amor del discípulo amado que reconoce a Jesús; confirmándose que, como dijo san Gregorio de Nisa, “Dios se deja contemplar por los que tienen un corazón puro”.
Juan era aquel apóstol que amaba al Señor incondicionalmente, que por su juventud no había tenido tiempo de llenar su corazón de deseos impuros y situaciones de pecado a los que la vida, por su trayectoria, nos puede abocar. Por eso, porque había sitio en su alma, Jesús la llenó totalmente.
Es ese el motivo por el que este mundo tiene tanto interés en obligar a nuestros hijos, a nuestros pequeños, a que pierdan la inocencia a edades cada vez más tempranas, escondiendo la verdadera causa en unos deseos de pronta maduración. Luchan por quitarles la ilusión, evitándoles el conocimiento de Dios que da sentido a su vida y esperanza a sus proyectos; ya que si toda nuestra juventud supiera de donde viene y a donde quiere llegar, nadie podría hablarles del placer de la evasión ficticia, ni convencerles para abandonar el camino señalado.
Ese debe ser nuestro principal objetivo: transmitir a nuestros hijos, nietos y amigos la Verdad del Evangelio que les hará libres. Y esa libertad que nosotros predicamos, no os engañéis, es la que le da más miedo a ese mundo que ve peligrar, con nuestro mensaje, su negocio de muerte, corrupción y dominio.


  Hay otra cuestión en este pasaje evangélico que no puedo pasar por alto, porque es justamente  la que logrará que nuestra vida espiritual y apostólica crezca hasta límites insospechados, alcanzando las orillas de aquellos mares donde Jesús hizo navegar la barca.
Los cristianos, como aquellos discípulos, trabajamos para Dios y para nosotros contando habitualmente con nuestras propias fuerzas. Contamos con nuestra capacidad limitada, olvidando que es el Señor quien, desde la orilla, nos da los parámetros –la medida- para lograr alcanzar la meta trazada.
Es en esa barca, que es la Iglesia Santa, donde se guarda “el depósito de la fe”; donde Cristo nos ha dejado sus palabras, sus hechos y sus milagros. Donde se entrega a Sí mismo en cada uno de los Sacramentos, para que podamos tener vida en Él y ser otros Cristos. Donde el Espíritu Santo nos espera para poner alas a nuestro esfuerzo y darnos, a través de la Gracia, la fuerza para no rendirnos jamás. Como siempre, este es el mensaje: Con Cristo todo es posible, todo lo podremos ¡hasta cambiar el mundo! porque no hay nada imposible para Dios.