10 de marzo de 2013

¡Tenemos quien nos quiere!

Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32.


Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.
Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".



COMENTARIO:


  Nos encontramos, como repito siempre que leo esta parábola de Jesús, frente a uno de los escritos más bellos del Evangelio: el del Hijo Pródigo.
Llama la atención que cuando el Señor quiere mostrarnos hasta donde es capaz de llegar el amor de Dios, lo haga con el ejemplo de la relación entre un padre y su hijo. Quisiera, aprovechando estas palabras del Maestro, que recapacitáramos para darnos cuenta que la imagen de Dios en el hombre, a parte de nuestra capacidad espiritual donde conocemos, queremos y amamos en libertad,es también la capacidad de poder transmitir la vida: de formar una familia. Porque Dios en Sí mismo es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo; es en Sí mismo, familia.


  Y ese núcleo primigenio de la sociedad, donde cada uno es querido por ser, aunque no sea lo que se espera de él; es la escuela de amor donde la persona se descubre a sí misma y descubre a Dios.
Evidentemente, por el contexto histórico del momento, sólo se trata en el texto la relación paterno filial, como la demostración más clara del amor de donación; sin embargo, ya veíamos en el Antiguo Testamento, en Isaías, como el profeta se refería al amor divino como a una entrega maternal de inigualables dimensiones. En ambos casos se trata de la imagen divina en el ser humano expresada a través de la diferente sexualidad de la pareja.


  En primer lugar la metáfora de Jesús nos presenta la grandeza del corazón de Dios, donde todos tenemos cabida a pesar de nuestras innumerables miserias, porque su paciencia y su misericordia son infinitas; como no puede ser de otra manera en un Dios que abarca la totalidad y la perfección.
Pero ese Dios, porque es Amor, quiere que a través de nuestra libertad herida lo elijamos por encima de todos aquellos bienes parciales y deseables, retomando el camino de regreso que nos alejó de Él.


  El Señor espera de cada uno de nosotros el proceso de conversión que consiste en ese dolor del corazón ante la ofensa infringida a nuestro Dios; y conscientes de la gravedad de nuestro pecado y arrepentidos de nuestros errores, solicitamos su perdón, retomando la vida divina a través de la frecuencia sacramental; haciendo el firme propósito de no pecar nunca más.
En la parábola se observa que, tras la decisión del hijo de tomar el camino de retorno, la alegría del Padre es inimaginable y su acogida generosa no tiene límites, produciendo en el pecador arrepentido la recuperación de la dignidad perdida. Vuelve a ser el hijo que ha recuperado la Gracia, y con ella la alegría de sentirse otra vez al lado de Dios. 


  Pero el texto no se olvida tampoco de ese hijo mayor, bastante mezquino, que se tenía por justo y más merecedor del reconocimiento paterno que su hermano menor. Su soberbia personal lo incapacita para valorar la misericordia que se alegra del bien ajeno. La felicidad por el hombre hallado, tiene para él un sabor amargo que le irrita y le enoja.
A veces, nosotros actuamos como este hijo egoísta, celoso y cerrado a los demás, cuando somos incapaces de luchar por aquellos que ya consideramos perdidos; sin recordar que por esos perdidos el Señor murió, y murió perdonando. Que cada uno de nosotros, si no fuera porque la Gracia nos ha sostenido, hubiéramos podido terminar en un túnel profundo y oscuro donde la esperanza y la ilusión hubieran sido sustituidas por el dolor y la frustración.
Hemos de recordar siempre que no hay alegría más grande que dar la bienvenida a aquellos que un día vimos partir; y que no hay mayor satisfacción que recibir a los que nunca debimos dejar que partieran.