5 de marzo de 2013

¡Sólo el amor confía!

Evangelio según San Lucas 4,24-30.


Después agregó: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra.
Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país.
Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón.
También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio".
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron
y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Lucas, el Señor hace referencia a una actitud que ha ido recriminando a lo largo de varios episodios pasados. Vemos que son los mismos habitantes de Nazaret, que se habían maravillado de Jesús, los que ahora se llenan de ira al oir las palabras que el Maestro pronuncia. Todos sus conciudadanos están a la espera de que el Señor haga un milagro para creer; porque la falta de fe de sus vecinos les lleva a pedir un hecho visible sobrenatural que acredite sus enseñanzas. Y al no hacerlo, al negarse a satisfacer sus deseos, lo consideran un falso profeta y desean despeñarlo.


  Esta es una muestra de la mezquindad que anidaba, y anida, en el corazón de muchos hombres que son incapaces de descubrir la Verdad que esconden, en sí mismas, las palabras del Señor.
Esa reflexión la hemos observado anteriormente, cuando Cristo exige el acto de fe, la confianza en su Persona, para socorrer las necesidades de todos aquellos que acuden a Él en busca de su misericordia.
Nos reclama la sumisión de una inteligencia que nos indica que no puede ser lo que espera; esperando que sea. No porque hayamos visto, sino porque hemos oído y depositado nuestra esperanza en Aquel al que hemos supeditado, libremente, nuestra voluntad por amor.
Y el amor es desinteresado, paciente y amable. Por eso reclamar es impropio de un alma que siente el anhelo del amado.


  Todos aquellos habitantes de Nazaret buscaban un circo, un espectáculo, un hecho que los moviera a creer; pero de ninguna manera buscaban a Jesucristo. Y eso que el Hijo de Dios había decidido ser uno de ellos y mostrarles que en lo ordinario, en el día a día de cada ser humano, se escondía la santidad. Ese ser capaces de unir nuestra voluntad a la del Padre, realizando nuestro quehacer habitual por amor a Dios; cumpliendo la vocación a la que el Señor nos llamó antes de todos los tiempos.


  Pero entonces, como hoy, el mundo esperaba evidencias. Poder observar aquello en lo que deseaban fundamentar sus vidas. No nos damos cuenta, que la mayoría de las veces, los ojos son los primeros que nos muestran una realidad ficticia. Sólo abriendo el alma a Dios y aceptando su Palabra, que surge del Evangelio, seremos capaces de entrever la Providencia divina en todos los momentos y circunstancias que nos toquen vivir.


  Y también hoy, como entonces, los hombres intentarán despeñar por el abismo existencial cualquier resquicio de espiritualidad que les recuerde que hay un Dios personal que marca nuestras pautas de conducta. Que lo que es bueno, no lo es porque nos convenga a nosotros; sino que el Todopoderoso, porque sabe que nos conviene, nos ha advertido de que es bueno. Quieran o no, y es lógico que no quieran, la Ley de Dios está impresa en el hombre para que este funcione perfectamente.
Salvando las distancias podemos decir que Aquel que nos creó puso las piezas adecuadas par que cumpliéramos nuestra finalidad perfectamente; y para que todo marchara bien nos dió un libro de instrucciones a seguir: los mandamientos.


  Si el hombre usa mal de su libertad y haciendo caso omiso a las prescripciones divinas, decide ser señor de sí mismo, ocurre lo que hoy observamos con tanta facilidad: muñecos rotos que no han resistido ser utilizados como medio de placer y de poder.
No; al mundo le interesan aquellos seres sin criterio, sin valores, carentes de virtudes que son fáciles de manejar a través de los medios de comunicación y que ceden y toleran la corrupción, como un mal menor e inevitable. Por eso al mundo no le interesa Dios. Y por ello, no debe extrañarnos esa continua agresión a la Iglesia, donde el Señor nos espera en la Palabra y los Sacramentos para darnos la fuerza necesaria para ser testimonios con nuestra vida, que no necesita del hecho, sino simplemente, del acto rendido y confiado de la fe.