11 de marzo de 2013

¡No tenemos nada que perder!

Evangelio según San Juan 4,43-54.


Transcurridos los dos días, Jesús partió hacia Galilea.
El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo.
Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.
Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún.
Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.
Jesús le dijo: "Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen".
El funcionario le respondió: "Señor, baja antes que mi hijo se muera".
"Vuelve a tu casa, tu hijo vive", le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.
Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía.
El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. "Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre", le respondieron.
El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: "Tu hijo vive". Y entonces creyó él y toda su familia.
Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan manifiesta, a través del texto, dos posiciones distintas ante la fe de los habitantes de Caná de Galilea.
El primer milagro del Señor, si recordáis, se dio justamente en esta región, donde unos novios se quedaron sin vino en sus bodas y Jesús convirtió el agua en el más preciado de los caldos; y  ese prodigio motivó que surgiera, en muchos de ellos, le fe en el Señor.


  Pero este caso que nos muestra el evangelista, es distinto; el funcionario real, que seguramente sería un pagano de la corte de Herodes Antipas, cree en la palabra de Jesús antes de ver el milagro. Un hombre que, sin el conocimiento de las Escrituras, es capaz de recorrer los treinta y tres kilómetros que separan  Cafarnaún –donde vivía- de Caná, porque confía en Aquel que le han contado que es el Mesías y tiene el poder de salvar a su hijo. Un hombre que, a pesar de su elevada posición, no hace ir a sus servidores en busca del Maestro; sino que él mismo, en un gesto de humildad entregada, parte al encuentro de Jesús para pedirle personalmente la ayuda que tanto necesita. Un hombre que no ha visto nada; sólo ha creído en la Palabra escuchada.


  Y a Cristo le agrada la perseverancia y la actitud de este hombre. Tal vez le recuerde, en parte, la fe madura y sorprendente de aquel centurión romano que le pidió la salud de su siervo. Cierto es que en el funcionario de Cafarnaún se observa una fe inicial, imperfecta, que no sabe todavía que Jesús puede curar estando lejos, porque su poder no es mágico, sino producto del señorío de Dios ante la enfermedad y la muerte.


  Jesucristo aprovecha esta circunstancia para pedirnos a todos esa fe que no busca, en primer lugar, los milagros; sino que es fruto de la aceptación de su palabra.
El Señor espera de cada uno de nosotros esa búsqueda, que nos hace ser uno más en recorrer los caminos de la salvación. Que nos introduce en el Evangelio como un personaje que camina al lado de Jesús; bebiendo de sus mensaje s y compartiendo su cercanía con los Apóstoles. Que nos hace escondernos, ante la dificultad y el miedo, porque sólo confiamos en nuestras fuerzas humanas; resurgiendo con vigor, al descansar en la Gracia divina, para ser testimonios de la manifestación de Cristo en el mundo.


  Cada uno debe encontrar al Maestro, como producto de una búsqueda personal que comienza poniendo nuestra confianza en la Revelación; se mantiene en el conocimiento de la fe, y termina en el encuentro del Amor que da sentido a toda nuestra vida.
No creemos por lo que vemos, aunque los milagros han existido siempre y siguen existiendo, mostrándose como los hechos que acompañan y confirman las palabras; cómo signos de la misericordia de Dios; y como llamada a confiar en su poder. Creemos, porque hemos puesto nuestra vida en manos de Aquel que es la Verdad y no puede engañarnos; ese Dios que interviene en la historia corrigiendo su curso mediante los prodigios realizados como respuesta a la entrega de los hombres.


  Por todo ello no entiendo como nosotros, que estamos hartos de un mundo que vive del relativismo, la mentira y la corrupción, no somos capaces de dar el paso y comenzar a caminar por el sendero de la fe en Jesucristo. ¡No se pierde nada, y se gana todo! Sólo hay que poner nuestra confianza en ese Jesús que históricamente sufrió y murió por nosotros; recordándonos que estaría a nuestro lado hasta el fin de los tiempos; en esa comunidad sobrenatural, que es la Iglesia de Cristo, formada por todos los bautizados en Él. Creedme, comenzad ahora…no tenemos nada que perder.