13 de marzo de 2013

¡No encontré a nadie!

Evangelio según San Juan 5,1-16.
Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.
Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos.
Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua.
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Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años.
Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: "¿Quieres curarte?".
El respondió: "Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes".
Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y camina".
En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar. Era un sábado,
y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: "Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla".
El les respondió: "El que me curó me dijo: 'Toma tu camilla y camina'".
Ellos le preguntaron: "¿Quién es ese hombre que te dijo: 'Toma tu camilla y camina?'".
Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí.
Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: "Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía".
El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado.
Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.



COMENTARIO:


  En este Evangelio de Juan, se observan diferentes puntos de meditación que pueden ser muy interesantes para nuestra vida de piedad. Vemos primeramente, como el Señor se acerca a las afueras de Jerusalén, a una piscina que se llamaba Betzara y que estaba cerca de la puerta Probática o de las Ovejas. Dicha puerta se encontraba en la parte nororiental  de la muralla y por ella entraba el ganado que se dedicaba a los sacrificios del Templo.
  He querido hacer mención de esta particularidad, porque llama la atención que Jesús decidiera recorrer este camino; como si fuera un anticipo a su próxima pasión, anunciada por el profeta Isaías:

“Fue maltratado y él se dejó humillar,
Y no abrió su boca;
como cordero llevado al matadero,
y, como oveja muda ante sus esquiladores,
no abrió su boca” (Is.53)


Esa piscina, a la que se dirige el Señor, es aquella que nos cuenta la edición Sixto-Clementina de la Vulgata, donde un ángel descendía de vez en cuando y movía el agua. El primero que se metiera en ella, después del movimiento, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera. Era ese el motivo por el que el evangelista nos menciona que se encontraba rodeada de enfermos de todo tipo: ciegos, tullidos, cojos…Y es justamente esta circunstancia la que ha promovido que el Maestro se acercara a ese lugar: Él quiere estar cerca de todos aquellos que sufren, tal vez porque es el único que puede poner fin a su dolor.


  Es tan grande el amor del Hijo de Dios por el hombre, que no espera que el paralítico le pida el milagro, sino que parte de su corazón misericordioso el ofrecérselo: “¿Quieres curarte?”. Me impresiona siempre la respuesta de este hombre que, con tristeza, manifiesta la insolidaridad del corazón humano: “Señor, no tengo a nadie…”.
Este pasaje creo que está totalmente dirigido a cada uno de nosotros. Cuantos hermanos sufren un vacío existencial que les conduce a no encontrar el sentido de la vida; no sólo de las tristezas, sino incluso de las alegrías. No han aprendido que la felicidad no es una cuestión de poseer, sino de no necesitar; porque lo tenemos todo, cuando tenemos con nosotros a Aquel que sacia todos nuestros deseos y responde a todas nuestras preguntas, incluso la más difícil que se formula el ser humano: la muerte. El Señor nos otorga su verdadera realidad como tránsito a la auténtica vida, recuperada por Cristo en el sacrificio de la Cruz.


  Por eso es tarea de todos los bautizados, acercar a los demás la Verdad del Evangelio que nos libera de la esclavitud del error y el pecado que es, en realidad, la peor enfermedad que puede sufrir el ser humano.
Justamente las palabras de Jesús se sitúan dentro de la mentalidad sobre la relación entre el pecado y la enfermedad que existía entre los judíos de aquel tiempo, y que el Señor aprovecha para corregir. Le recuerda que el verdadero mal que destroza a la persona, no es la enfermedad que podemos padecer, sino el pecado que nos separa de Dios, que es la Vida. Que la salud del cuerpo es importante, pero vital es la salud del alma; por eso el Maestro le menciona al paralítico que se ha de esforzar en cambiar de vida, en no volver a pecar.


  Y en esta curación que Cristo realiza en sábado, se vuelve a poner de manifiesto que el Señor obra con el poder de Dios; y que en virtud de ese poder, está por encima de la Ley del sábado y puede otorgar a los hombres la salud, y el perdón de los pecados.
No podemos olvidar que para los judíos este precepto semanal era la imitación de la forma de obrar de Dios en la creación: es decir, el séptimo día, descansó. Por eso, cualquiera que hacía algo en un día tan señalado, fuera bueno o malo, pecaba contra el Altísimo. Es verdad que Dios descansó ese día durante la creación de nuevas criaturas, pero también es cierto que en ningún momento dejó de conservarlas en su ser. Si el Señor hubiera interrumpido su poder y su actuar, hubiera dejado todo de existir. Por eso Jesús, rectificando esa equivocada actitud de los doctores de la Ley, les corrige diciéndoles: “Mi Padre no deja de trabajar, y Yo también trabajo”. En esos momentos les quedó a todos clarísima la referencia de Jesucristo sobre su naturaleza divina; y como así lo entendieron los que estaban escuchándole, lo consideraron una blasfemia y desearon con más fuerza que nunca, matarle.


  Nadie puede decir que el Maestro no habló claro sobre su identidad; sobre su naturaleza humana y divina; sobre su filiación al Padre. Jesús se declaró uno con Dios y eso le costó la vida; por eso me sonrío con tristeza cuando algunos esgrimen argumentos ridículos extraídos de escritores mediocres del siglo XVIII, que se atreven a negar esa realidad de la manifestación personal de Cristo como Dios en el Evangelio. No podemos quedarnos sin argumentos; debemos conocer nuestra historia para dar testimonio de la verdad y acercar la felicidad a nuestros hermanos. Si no lo hacemos así, es posible que algún día alguien nos diga al oído: “No encontré a nadie…”