22 de marzo de 2013

Lo importante de la vida, es la Vida

Evangelio según San Juan 8,51-59.
Les aseguro que el que es fiel a mi palabra, no morirá jamás".
Los judíos le dijeron: "Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado. Abraham murió, los profetas también, y tú dices: 'El que es fiel a mi palabra, no morirá jamás'.
¿Acaso eres más grande que nuestro padre Abraham, el cual murió? Los profetas también murieron. ¿Quién pretendes ser tú?".
Jesús respondió: "Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. Es mi Padre el que me glorifica, el mismo al que ustedes llaman 'nuestro Dios',
y al que, sin embargo, no conocen. Yo lo conozco y si dijera: 'No lo conozco', sería, como ustedes, un mentiroso. Pero yo lo conozco y soy fiel a su palabra.
Abraham, el padre de ustedes, se estremeció de gozo, esperando ver mi Día: lo vio y se llenó de alegría".
Los judíos le dijeron: "Todavía no tienes cincuenta años ¿y has visto a Abraham?".
Jesús respondió: "Les aseguro que desde antes que naciera Abraham, Yo Soy".
Entonces tomaron piedras para apedrearlo, pero Jesús se escondió y salió del Templo.



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Juan observamos, ante las palabras del Maestro, la reacción de aquellos que estaban escuchándole. Reacción muy común, que se sigue dando en nuestros días, y que parte de entender el mensaje divino con una literalidad totalmente humana.
Todos los allí reunidos malinterpretaron los términos de Jesús, como si el Señor se estuviera refiriendo a la muerte física; tal vez, porque para todos ellos la importancia de la vida y la muerte comenzaba y terminaba en este corto espacio de tiempo que transcurre en este mundo material.


  Este es uno de los de los problemas más acuciantes que sufrimos en estos difíciles momentos que nos ha tocado vivir. Nos desesperamos ante las crisis y dificultades que complican nuestra forma de vida, que tiene sello de caducidad, mientras nos despreocupamos del estado de nuestra alma que debe estar preparada para regresar al lugar del que partió y en el que debe descansar, al lado de Dios, para toda la eternidad.
Lloramos, inconsolables, la pérdida de un ser querido mientras hemos caminado sonrientes y orgullosos a su lado, descuidando que el éxito de su vida fuera fruto de la avaricia, al vicio y el ansia de poder. Hemos ignorado que nuestro paso por la tierra es una corta estancia donde decidimos, libremente, el camino que deseamos tomar para llegar al destino que se nos tiene reservado desde antes de la creación.


  Pues bien, el Señor nos recuerda con sus palabras que sólo Él tiene vida eterna, y para que no queden dudas vuelve a apelar, como ha hecho en innumerables ocasiones, a las obras que realiza y que son signos del poder de Dios que lo reafirma y lo glorifica como el Mesías Salvador prometido por el Padre a los Patriarcas.
Jesús, para ello, les trae a colación el hecho de que Abrahán había recibido las primicias de la alegría mesiánica a modo de una profecía, tanto en el nacimiento de su hijo Isaac, como cuando éste le fue devuelto vivo, después de haber sido probado por Dios pidiéndole que lo sacrificara.


  Es importante que no olvidemos que la escena del sacrificio de Isaac presenta unos rasgos peculiares que lo constituyen en modelo anticipado del sacrificio redentor de Cristo, que está a punto de llevarse a cabo.
En efecto, aparece el Padre, que entrega  al hijo; el hijo que se entrega voluntariamente a la muerte, secundando el querer del padre; y los instrumentos del sacrificio como la leña, el cuchillo y el altar. El relato culmina señalando que por la obediencia de Abrahán y la no resistencia de Isaac al sacrificio, la bendición de Dios llegará a todas las naciones de la tierra.


  Cristo culminará la redención anunciada con su libre entrega a la voluntad del Padre; muriendo en su humanidad por todos nosotros y resucitando con todos nosotros a la vida eterna. Dios hecho carne nos libra de la esclavitud del pecado con esa aceptación que corrige el rechazo de Adán. Esa primera decisión que nos separó de la Vida, da paso a esa segunda actitud que se somete y nos devuelve, por ello, a la intimidad divina. Por eso Jesús manifiesta a todos los presentes, que aquellos que acepten su Palabra, que es aceptarlo a Él, no morirán jamás; ya que por su Pasión el pecado ha sido vencido y sus frutos: la muerte eterna, superada en las aguas del Bautismo que nos hace ser uno con Nuestro Señor Jesucristo. Es inevitable, para algunos, cerrar el corazón y la mente a la Verdad revelada; seguramente porque su voluntad pertenece al príncipe de las tinieblas, que vive en la oscuridad de la soberbia personal. Pero eso no debe desanimarnos cuando tenemos la certeza de que nuestro mensaje evangélico, que es Cristo, debe ser difundido para devolver la vida a todos aquellos hermanos que Dios puso a nuestro lado, para que les lleváramos a su verdadero Fin.