7 de marzo de 2013

¡La Ley surge de Dios!

Texto del Evangelio (Mt 5,17-19):

 En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos».



COMENTARIO:

  El Evangelio de san Mateo nos transmite las palabras que el Maestro pronunció a los que le escuchaban, para aclararles que su misión no era suprimir la Ley de Moisés, sino darle su justa interpretación y explicarla, si fuera necesario.

 
  En los tiempos de Jesús, había una enorme expectación ante la llegada del Mesías y se le atribuía a Éste la función de ser el intérprete definitivo de la Ley. Por eso Mateo evoca esa circunstancia, mostrando que el Señor no sólo la cumple, sino que la desborda al situarse en el mismo nivel que Dios; enseñando su verdadero valor que conoce cómo Hijo suyo.

 
  Los doctores de la Ley, como hemos referido en muchísimas ocasiones, habían desvirtuado esa legislación mosaica, interpretándola en la medida que cumplía sus intereses. Es ahora, cuando la Palabra que dictó la Ley a Moisés se ha hecho carne, cuando en realidad puede darnos a conocer su verdadero significado. Jesús –el Verbo encarnado- no anuló ni uno de los preceptos del Sinaí; sino que los interiorizó llevando a la perfección su contenido y proponiendo a los hombres lo que ya estaba implícito en ellos, aunque los hombres no lo hubieran entendido en profundidad.

 
  Toda la Ley surge de Dios, y Dios es amor, como nos dice san Juan; por ello todas las prescripciones dadas son unas indicaciones amorosas para que el ser humano sea capaz de alcanzar su verdadera felicidad.

 
  Muchas veces he pensado, al escuchar este Evangelio, que el Decálogo es como aquellas señales de tráfico que se colocan durante el camino para facilitarnos el trayecto y evitarnos accidentes. Lógicamente, si cuando nos informan de que vamos a encontrar una curva a nuestra derecha, nosotros decidimos dar un volantazo a la izquierda no puede extrañarnos, ni podemos culpar a nadie salvo a nosotros mismos, si nos despeñamos por un barranco, terminando con nuestra vida.

 
  Pero los mandamientos de la Ley de Dios no son sólo observaciones que nos informan sino preceptos que, por amor, el Señor nos obliga a cumplir para no perecer. Cada hombre tiene un valor tan elevado, que ha sido rescatado por Dios del pecado, a costa del sacrificio de su Hijo, que derramó hasta la última gota de su sangre por nosotros. Y por ello, nuestra dignidad es tan alta, que sólo podemos demostrar por nosotros mismo a golpe de libertad, que deseamos cumplir los preceptos divinos porque confiamos y descansamos en la Palabra de Dios: en su Ley. Que no tomamos decisiones como señores de nosotros mismos, porque reconociendo  nuestra limitación de seres creados, aceptamos la norma del Creador con la seguridad de que nada nos dará que no nos convenga.
Cumplimos la Ley de Dios porque reconocemos que Él es nuestro Dios; y que sólo Él sabe lo que es mejor para nuestra naturaleza herida; ahorrándonos una búsqueda dolorosa y fatigosa, que comienza y termina en las propias palabras de Jesús.


  De ahí que el Maestro, como enviado de su Padre, enseñe el valor general de la Ley, haciendo especial incapié en que su verdadero cumplimiento va más allá de una observancia meramente formal. Somos una unidad de cuerpo y espíritu; y sólo cuando nuestro corazón actúe por fe y por amor, nuestros actos serán, de verdad, meritorios a los ojos de Dios.