29 de marzo de 2013

¡El secreto de la Felicidad!

Evangelio según San Juan 13,1-15.

Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.
Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo,
sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios,
se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura.
Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando se acercó a Simón Pedro, este le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?".
Jesús le respondió: "No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás".
"No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!". Jesús le respondió: "Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte".
"Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!".
Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos".
El sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: "No todos ustedes están limpios".
Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes?
Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy.
Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros.
Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes.



COMENTARIO:


  Con este evangelio de san Juan, nos adentramos en aquellos capítulos que van a ofrecernos la revelación que Jesús hizo a sus discípulos –y en ellos, a todos nosotros- en la intimidad de la Última Cena. Veremos, si lo comparamos, que Juan relata algunos hechos que, para  él, son de gran importancia; mientras que son omitidos por los otros evangelistas. Esto no debe extrañarnos, sino muy al contrario, ya que es la clara manifestación de que el mensaje de Cristo es interiorizado por cada uno de sus oyentes, llegando las palabras divinas directamente al corazón, expresándolas cada uno con un lenguaje personal que permite descubrir los distintos matices de ese mismo mensaje.
Por eso el evangelista, que hasta este momento nos ha hablado del especial relieve que tenía el Maestro como “Luz” y “Vida”, añade una palabra clave que da el sentido definitivo al Ser del Hijo de Dios; y esa palabra es, “Amor”. Si; porque solamente en el amor pueden entenderse los terribles sucesos se van a desarrollar en los días venideros.


  El capítulo comienza cuando señala el evangelista la importancia del momento; de ese momento pascual que, como comentábamos ayer, conmemoraba la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo de la opresión a la que los tenía sometidos el Faraón de Egipto. Esa Pascua que era figura de la obra que Jesucristo ha venido a realizar: la redención de los hombres de la esclavitud del pecado, mediante su sacrificio en la cruz.
Este hecho, al que los hombres tristemente ya nos hemos acostumbrado, debería conmovernos hasta lo más profundo de nuestro corazón; porque ninguno de nosotros ha compartido jamás un amor tan grande que esté dispuesto a morir por nosotros, para que nosotros recuperemos esa Vida que no tiene fecha de caducidad. Y la recuperamos, porque Cristo muere por nuestros pecados y resucita a la Gracia divina que nos transmite en el sacramento bautismal. El Señor nos ha conseguido, al precio de su sangre, la fuerza para elegir por amor compartir la vida con Él, recuperando la verdadera felicidad.


  Es en estos momentos que preceden a la Pasión donde Jesús, que sabe lo que va a ocurrir, transmite a los suyos con un tono especial de confidencia y amor, la plenitud del significado de toda su misión. De su corazón misericordioso surge toda la riqueza de sus recuerdos y la novedad de sus actos y preceptos que nos servirán para meditarlos a lo largo de nuestra vida.
Su Última Cena es una cena testamentaria, donde el amor y también la tristeza, nos revelan las promesas divinas; y en ella, fluye en Jesús una conversación dulce, tensa y cargada de confidencias donde les recuerda, con hechos, que los amará hasta el fin. Ese fin que no terminará con su muerte, sino que será el principio de su Resurrección gloriosa, plasmado en un amor infinito que no terminará jamás.


  Y ese amor de Cristo tiene una expresión específica que los hombres olvidamos con mucha facilidad: la del servicio. Por eso, para que no queden dudas de cual es la definición más clara del que ama, Jesús se humilla ante los suyos realizando una tarea que era propia de los esclavos, haciéndose esclavo de los hombres por un amor sin medida que le llevará a la entrega total de Sí mismo. Y eso es lo que nos pide a cada uno de nosotros, que nos hemos declarado dispuestos a seguir al Señor; eso es lo que le pide a su Iglesia, porque sólo se puede reinar en la tierra si somos capaces de servir con la madurez espiritual que nos exige el compromiso cristiano.


  Toda la vida del Señor ha sido ejemplo de servicio a los hombres, cumpliendo la voluntad del Padre hasta su muerte en el Gólgota; y el Maestro nos asegura que, aunque este servicio desinteresado siempre implique sacrificio, encontraremos en él la verdadera felicidad que nadie va a poder arrebatarnos. Esa felicidad que surge del amor que aleja del corazón el orgullo, la ambición y los deseos de predominio. Esa felicidad que sólo descansa en la entrega de nosotros mismos a la voluntad de Dios.