16 de marzo de 2013

Él nos espera ¡Sigámosle!

 Evangelio según San Juan 7,40-53.
Algunos de la multitud que lo habían oído, opinaban: "Este es verdaderamente el Profeta".
Otros decían: "Este es el Mesías". Pero otros preguntaban: "¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea?
¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?".
Y por causa de él, se produjo una división entre la gente.
Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre él.
Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y estos les preguntaron: "¿Por qué no lo trajeron?".
Ellos respondieron: "Nadie habló jamás como este hombre".
Los fariseos respondieron: "¿También ustedes se dejaron engañar?
¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en él?
En cambio, esa gente que no conoce la Ley está maldita".
Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús, les dijo:
"¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?".
Le respondieron: "¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta".
Y cada uno regresó a su casa.



COMENTARIO:


 Juan nos muestra en su Evangelio, como la multitud que seguía al Señor, frente a los mismos hechos, a los mismos milagros, reaccionan de formas totalmente distintas. Unos consideran que se encuentran frente al Profeta al que aludió el libro del Deuteronomio: “Les suscitaré un profeta como tú de entre tus hermanos; y pondré mis palabras en su boca; él les hablará cuando yo le ordene. Si alguno no escucha las palabras que hablará en mi nombre, yo le pediré cuentas”.
Y llevan razón, porque Jesucristo es la propia Voz de Dios hecha carne: la Palabra; que predica la Verdad al hombre, rescatándolo del pecado y la muerte con su Pasión y Resurrección.


  Otros, por sus milagros, descubren en Él al Mesías prometido del que había profetizado Miqueas: “Pero tú, Belén Efratá, aunque tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador en Israel”; el futuro Salvador enviado por Dios.
Y también estos están en lo cierto, porque el Hijo de Dios con su sacrificio en la Cruz, liberará al hombre de las cadenas del pecado para que, libremente, decida hacia donde desea caminar.


  Y el resto de los congregados, ante la ignorancia de quién es Jesús y el desconocimiento de su vida, asumen que nació en Galilea. Y esa premisa constituye para ellos la excusa perfecta para no aceptarlo como el Cristo.


  Llama la atención la actitud de los servidores de la autoridad que se acercan al Señor con intención de prenderlo; y cómo ante la fuerza de las palabras de Jesús desisten de ello, porque son conquistados por la propia doctrina escuchada.
Cada uno de nosotros, ante la realidad del Evangelio podemos actuar como sus discípulos, reconociéndolo como Aquel del que hablaron las Escrituras; aceptando que sus milagros provenían de Dios y comprometiendo nuestra vida en el cumplimiento de sus palabras. Porque ser cristiano es eso: seguir a un Hombre, que es a la vez Dios: Jesucristo.


  Muchos nos darán razones mundanas para separarnos de nuestra vocación; argumentos más propios del desconocimiento atrevido que de la verdad investigada.
Nosotros, como aquellos servidores que no necesitaron signos visibles para reconocer en Jesús al Mesías, ponemos nuestra fe; nuestra confianza en la Palabra hablada y transmitida por los labios de Nuestro Señor. Y acercándonos a Él, le decimos con santo Tomás: “Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad”.


  Me emociona la fortaleza de Nicodemo; aquel que sólo visitaba al Señor rodeado de la seguridad que le regalaba la noche oscura y que en esos momentos, donde les parece que se va a decidir el destino de Jesús, sale en su defensa venciendo sus miedos y sus respetos humanos.
Nosotros también somos uno más de los muchos que viven una vida como miembros de una sociedad que cada día se desmarca más de Dios; pero como cristianos convencidos, llamados a transmitir el Evangelio desde la propia entraña de nuestro núcleo social, hemos de aprender con Nicodemo a no permitir que en nuestra presencia se insulte, minusvalore o ridiculice la Verdad de nuestra fe. Tal vez para ello, debamos hacer como el doctor de la Ley y recurrir a la escucha del Maestro; Él nos espera siempre en el Evangelio y en la vida sacramental.