17 de marzo de 2013

¡Cuántas piedras tiramos sin darnos cuenta!

Evangelio según San Juan 8,1-11.
Jesús fue al monte de los Olivos.
Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos,
dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?".
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra".
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí,
e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?".
Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".



COMENTARIO:


  San Juan, como siempre en su Evangelio, nos presenta el corazón misericordioso de Jesús; ése en el que el evangelista se recostó durante la Última Cena, comprobando el inmenso amor que de él surgía.
Ahora nos encontramos ante un dilema que los escribas y fariseos le presentan al Señor, conocedores del rigorismo de la Ley que mandaba lapidar a la mujer cogida en adulterio. A la vez, ellos eran sabedores, a su entender, del relajamiento de Jesús ante las exigencias morales que marcaba dicha Ley. Pero el Maestro comprende enseguida, que los presentes no buscan la verdad sino que desean tenderle una trampa y que, decida lo que decida, nada les parecerá bien; usándolo para recriminarle delante de sus discípulos.


  Ante la mujer pecadora esperan todos los testigos del delito que debían ser los primeros en arrojar las piedras y, posteriormente, todos aquellos que representaban a la comunidad que deseaba borrar el oprobio que había recaído sobre el pueblo, por la falta de uno de sus miembros.
El Señor debió pasear la mirada por todos ellos recordándoles, en su interior, que la justicia sin misericordia es tiranía. Cierto que la mujer había obrado mal; pero aquellos que no sólo la juzgaban sino que la condenaban a muerte eran tan o más pecadores que ella. El problema es que la mayoría de las veces somos incapaces de mirar nuestro interior y ser capaces de reconocer, con humildad, todas nuestras miserias. Por eso el Señor no deja que lo olviden y, con su dedo, va escribiendo en el suelo todas aquellas faltas que también son merecedoras de castigo. La gran diferencia es que muchas de ellas están recubiertas de un halo de dignidad.


  Cuantas veces cada uno de nosotros, con nuestra actitud, permitimos que se vilipendie a un ser humano en nuestra presencia, matando su honra a golpes de calumnias y murmuraciones. Tal vez si a nuestro lado Jesús comenzara a enumerar todos aquellos pecados y errores que hemos evitado porque su Gracia nos ha sostenido, nos enfrentaríamos a la realidad personal de que todos somos capaces de lo peor si no contamos con la fuerza de una intensa vida interior.


  Jesús no viola la Ley, sino que interpela a la conciencia de cada uno, porque no quiere que se pierda lo que Él vino a buscar: a todos los pecadores que estaban como ovejas sin pastor. Y para eso, les dice a los hombres dispuestos a lapidar, que cumplan la Ley si ellos no son pecadores. Evidentemente, nos dice el Evangelio que todos fueron marchándose, cargados de vergüenza, porque por primera vez fueron conscientes de que Alguien había penetrado hasta el fondo de su corazón; y eso no podían ni consentirlo ni perdonarlo, ya que la verdad es muy difícil de soportar.


  Pero el pasaje no termina aquí, sino que cuando la mujer queda sola el Señor aprovecha para hacerle una reflexión divina sobre su pecado, recordándole que para recibir el perdón es necesario que no peque más. Es en este momento donde se observa que la misericordia va siempre de la mano de la justicia.
Es un error el pensamiento de los doctores de la Ley sobre Jesús, considerándolo permisivo con el pecado. El Señor odia el pecado; lo odia tanto que se dejará clavar libremente en una cruz para poder terminar con su dominio sobre el hombre. Pero a la vez, ama enormemente al pecador y lo comprende; y eso hará que predique sin descanso, que salga a su encuentro por los caminos de Galilea, Judea o Nazaret, pidiéndonos a cada uno de nosotros que nos hagamos transmisores de su palabra, haciendo llegar el mensaje de la salvación a todos aquellos hermanos nuestros por los que el Hijo de Dios ha derramado hasta la última gota de su sangre.