16 de febrero de 2013

¡Tú eres mío!

Evangelio según San Lucas 5,27-32.
Después Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, que estaba sentado junto a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme".
El, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.
Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Había numerosos publicanos y otras personas que estaban a la mesa con ellos.
Los fariseos y los escribas murmuraban y decían a los discípulos de Jesús: "¿Por qué ustedes comen y beben con publicanos y pecadores?".
Pero Jesús tomó la palabra y les dijo: "No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos.
Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan".
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.



COMENTARIO:


  San Lucas manifiesta en este evangelio una actitud de Jesús que, posteriormente, será común en toda la Iglesia: la llamada a seguir al Señor desde cualquier lugar, tiempo o posición.
Esa llamada que se revela como una profunda convicción de que nuestras vidas tienen un propósito, un objetivo, una misión; de que hemos sido escogidos para desempeñar un papel irreemplazable en este mundo, porque somos objeto único del amor de Dios.


  Leví miró a los ojos profundos del Hijo de Dios, cuando Éste le sugirió que le siguiera y, seguramente, se perdió en la intensidad de aquella mirada que le hablaba de amor. Le hablaba de renunciar a los bienes terrenales; de abandonar sus preocupaciones por las ganancias de este mundo y recobrar esa vida divina que no tiene fecha de caducidad.
El Señor le convocó con su voz, mientras inundaba su alma con la Gracia que infundía la luz necesaria para comprender que esa invitación a dejar sus negocios, aunque costosa, era capaz de darle un cielo de tesoros incorruptibles.


  Cuantas veces, cada uno de nosotros, nos hemos encontrado indignos de la tarea que el Señor nos ha encomendado. Y, lo que es peor, cuantas veces hemos juzgado a los demás considerando que no eran dignos de compartir la cercanía con Jesús. El problema es que olvidamos que la dignidad del ser humano manifiesta todo su fulgor cuando se considera su origen y su destino: creado por Dios a su imagen y semejanza y redimido por Cristo, que entregó hasta la última gota de su sangre por cada uno de nosotros.


  Sólo el Maestro fue capaz de ver el amor que se escondía en el corazón de Leví, superando las actitudes del publicano que habían sido propias de unas circunstancias determinadas y adversas. Por eso Él toma la iniciativa y, como siempre, dirige la llamada a aquellos a quienes confía una misión particular, invitándolos a seguirle.
Bien conoce nuestras limitaciones, pero sabe que con su Gracia seremos capaces de superarlas, identificándonos con Él. Y eso ocurre porque la actitud divina surge del amor sin límites que Dios siente hacia el hombre y que tan bien se manifiesta en las palabras del profeta Isaías: “Yo te he llamado por tu nombre…Tu eres mío” (Is 43,1).
Así es; todos somos de Dios, aunque  en algún momento de nuestras vidas nos sintamos lejos, perdidos u olvidados.
Por eso nuestra misión como discípulos de Cristo debe ser la de acercar su Palabra a todos aquellos que se encuentran cerca de nosotros, lejos o extraviados; sin importarnos los lugares, los tiempos o la situación.


  La vocación cristiana no nos saca de nuestro sitio pero, como a Mateo, nos exige que abandonemos todo aquello que estorba al querer de Dios. Porque en nuestra existencia no pueden haber dos vidas paralelas; ya que sólo tenemos un corazón para amar al Señor y a los hombres. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo deben ser situaciones providenciales para un continuo ejercicio de fe, esperanza y caridad. Y como vemos en el Evangelio, la conversión de Leví, el publicano, fue causa de que otros pecadores pidieran perdón, hicieran penitencia y se unieran a Jesús; como un hermoso presagio de la misión que después llevaría a Mateo a ser Apóstol y maestro de gentiles. Pero esta circunstancia nos tiene que servir para tener presente, a todos aquellos bautizados que queremos seguir los caminos del Señor, que evangelizaremos más con nuestro ejemplo que con nuestras palabras; ya que los fieles laicos manifestamos a Jesús con la propia vida, dando testimonio de Él desde la propia entraña de la sociedad que nos ha tocado vivir.