27 de febrero de 2013

¡Podemos!

Evangelio según San Mateo 20,17-28.

Cuando Jesús se dispuso a subir a Jerusalén, llevó consigo sólo a los Doce, y en el camino les dijo:
"Ahora subimos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte
y lo entregarán a los paganos para que sea maltratado, azotado y crucificado, pero al tercer día resucitará".
Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo.
"¿Qué quieres?", le preguntó Jesús. Ella le dijo: "Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda".
"No saben lo que piden", respondió Jesús. "¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?". "Podemos", le respondieron.
"Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre".
Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos.
Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad.
Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes;
y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo:
como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud".



COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Mateo lo primero que observamos es cómo el Señor acepta libremente el designio por el que ha sido enviado –nuestra Redención- y parte hacia Jerusalén con sus discípulos.
Durante el camino, predice a los suyos, con un tercer anuncio más detallado que los anteriores, la Pasión que va a sufrir; ya que necesita que los Apóstoles comprendan, para que cuando lleguen esos momentos de dolor, miedo y estupefacción, puedan superar la prueba que Él les ha profetizado.


   Ante sus palabras nosotros, como ellos, hemos de advertir que Jesús quiere dejarnos muy claro que seguirle, alcanzando el Reino, es una tarea que, tarde o temprano, nos enfrentará con el sufrimiento de nuestra cruz particular.
No podemos participar de la Resurrección del Señor si no nos unimos a su Pasión y Muerte; sin tener dudas de que para acompañar a Cristo en la Gloria, es necesario compartir con Él el Calvario.


  Observamos como la madre de los hermanos Zebedeos, junto con sus hijos, Juan y Santiago, no termina de comprender que el Reino de Dios en la tierra es un lugar de servicio y no de poder; por ello le pide a Jesús, de una forma muy humana que nos ayuda a sentirnos identificados con nuestras propias miserias, que solucione sus necesidades materiales, dándoles un lugar relevante al lado suyo y cumpliendo así unas ciertas ambiciones de supremacía frente a los demás, fruto de la ilusión de toda madre por ver bien situados a sus hijos.
Pero el Señor les recuerda a todos ellos, con un lenguaje litúrgico-sacrificial, donde evoca al Siervo Sufriente de Isaías (Is 52,13-53) que permanecer a su lado requerirá un espíritu de servicio que culminará con el ofrecimiento de sus vidas. Y es entonces, para mí, donde los hermanos pronuncian esa respuesta que Nuestro Señor espera, en algún momento de nuestras vidas, de cada uno de nosotros: “Podemos”.
Pero ese acto de amor, que surge de lo más profundo de un corazón entregado, sólo será pausible si la Gracia de Dios lo hace posible; fortaleciendo una voluntad que humanamente siente terror ante el dolor y la muerte. De ahí que, para mantener el compromiso que un día adquirimos con el Señor, es indispensable recurrir a su cercanía en la práctica sacramental.


  Jesús da, en las últimas palabras de su discurso, las coordenadas a todos aquellos que tienen puestos destacados en la sociedad, para poder vivir en un mundo donde reine la justicia y la paz: Aquel que de verdad quiera ser grande, que se dedique a servir, a cuidar de sus hermanos; para que todos ellos tengan los medios necesarios para poder mantener la dignidad propia de los hijos de Dios. Y esto no es una demagogia barata, a la que tan acostumbrados nos tienen, sino el propio ejemplo del Rey de Reyes que nos enseñó, con su vida y su muerte, que su corona de espinas fue el resultado de su sacrificio por los demás; y su último aliento en la Cruz de madera, el pago por el rescate de nuestros pecados, que nos condujo a la salvación.