11 de febrero de 2013

¡Pescadores de almas!

Evangelio según San Lucas 5,1-11.
En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret.
Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes.
Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: "Navega mar adentro, y echen las redes".
Simón le respondió: "Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes".
Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse.
Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: "Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador".
El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido;
y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: "No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres".
Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  Este evangelio de san Lucas nos relata la vocación de Pedro y de los primeros discípulos, poniendo de manifiesto que la llamada a trabajar en la barca del Señor –la Iglesia- siempre surge de una invitación divina. Y entonces, como ahora, la voz apremiante de Jesús espera una respuesta inmediata de cada uno de nosotros.


  La narración deja transparentar, sin género de dudas, esa relación especial del Señor con Simón Pedro –cuando le ordena que guíe la embarcación mar adentro- que se verá reafirmada en sus últimos momentos antes de subir al Padre, dándole el gobierno del Pueblo de Dios en la tierra.


  Esa barca, donde cabemos todos los bautizados en Cristo que hemos respondido afirmativamente a la convocatoria del Señor, es desde donde ampliamos nuestros horizontes en medio del trabajo habitual, con ambición de servicio y unos deseos irreprimibles de anunciar a todas las criaturas la Palabra de Dios.


  Es Él, y sólo Él con su presencia en la Iglesia, el que hará que la tarea de todos de frutos desproporcionados; logrando, cuando nos sintamos desfallecer, enviarnos su Gracia devolviéndonos la fuerza para seguir lanzando las redes y bogar, incansablemente, mar adentro. Porque esto es lo que nos pide Jesús a todos aquellos que, en un momento de nuestras vidas, nos ha ofrecido compartir la tarea de pescar almas. Y como Pedro, al darnos cuenta de las maravillosas obras que Dios ha querido compartir con nosotros, la conciencia de la indignidad personal nos hará exclamar: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.
Pero como al Apóstol, Jesús nos dice al oído, mientras nos estrecha en su pecho: “No temas”. Y son esas palabras las que forman las columnas del edificio de nuestra vida cristiana. No importa la debilidad que presentemos, ni la experiencia triste de nuestras miserias humanas; porque es la Gracia de Dios, su amor en nosotros, la que consigue que nuestra existencia descanse en la confianza providencial de Aquel que ha querido caminar a nuestro lado.


  No hay que olvidar que otras barcas se encontraban en el lago intentando pescar; pero fue la barca de Pedro, donde Cristo quiso predicar a las multitudes sedientas de su Palabra, la que consiguió llenar sus redes.
Tenemos la suerte de poseer y formar parte del tesoro de la Iglesia: la barca de aquellos primeros que, junto a ella, formaron la Tradición. El Señor ha querido quedarse y navegar a nuestro lado a través de las profundas aguas de la vida, invitándonos a compartirlas con Él en un destino común que nos hace pescadores de hombres.