23 de febrero de 2013

¡Pedro, nuestro pastor!

Evangelio según San Mateo 16,13-19.


Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas".
"Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?".
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Y Jesús le dijo: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo.
Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella.
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".


COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Mateo tiene para mí, cuando lo leo, dos realidades estrechamente relacionadas pero, a la vez, intrínsecamente diferentes.
Jesús llega a la región de Cesarea de Filipo y tras conocer la opinión difamatoria que los saduceos y los fariseos tienen de Él pregunta a sus discípulos si en realidad han comprendido su identidad, su mensaje, su misión. De ellos espera una respuesta coherente y sincera que surja del fondo de su corazón.


  Cuando leo estas líneas y escucho las palabras del Maestro no puedo por menos que sentir que estas cuestiones me las interpela a mi, desde lo más profundo del Evangelio. Me pregunta, casi en un susurro, si lo reconozco como el Hijo de Dios; porque hacerlo es desoir a los malintencionados que, como en Cesarea, intentan desviarnos de la Verdad y apartarnos del camino que conduce a la salvación. Es comprometernos, en libertad, a estar a su lado transmitiendo la realidad de su divinidad al mundo a expensas, muchas veces, de nuestra propia credibilidad.


  El Señor nos recuerda que sus discípulos no supieron contestar; no supieron descubrir lo sobrenatural que descansaba en la realidad más natural, reflejando la ambiguedad de la ignorancia humana. Y no supieron hacerlo porque confiaron sólo en las fuerzas de una naturaleza herida que necesita con urgencia, para responder a la llamada divina, de la Gracia de Dios.
Pero Pedro contestó con una confesión íntima donde descubrió en Jesús al Mesías prometido y al Hijo de Dios. La manifestación del Ser y de la misión de Cristo surgen en el Apóstol de la luz de la Gracia que a través de la fe le ha permitido encontar, en un sentido literal, la verdad de Jesucristo. Verdad que le ha revelado el Padre, preparándolo para la dignidad a la que ha sido llamado: ser la piedra donde, fortalecida con el poder del Señor, se edificará la Iglesia de Cristo.


  Pero si esta confesión de Pedro es un regalo que le hace Dios, no es menos Gracia lo que Jesús le promete: el poder de atar y desatar en esa Iglesia donde el propio Señor es su fundamento y fuera del cual nadie puede edificar.
Sobre la fortaleza de la fe de Pedro, Cristo construirá el templo eterno; y el poder del infierno no la derrotará. Ésa es nuestra Iglesia; un regalo del cielo que formamos todos los bautizados en Jesucristo; y ese es el valor del Santo Padre: suceder, por la gracia de Dios, a Simón Pedro ejerciendo el Pontificado por mandato divino.


  Es ridículo pensar que el Señor sólo hablaba para un tiempo y lugar, cuando la salvación de los hombres, ganada con su sangre, ha sido donada a la humanidad entera con visos de eternidad. Por eso la Iglesia es imperecedera; porque es el medio querido por Dios, para que su salvación llegue a todos, por medio de la Gracia sacramental. Y nunca dudemos que la  transmisión de la sucesión del Vicario de Criso en la tierra, como Pastor de la Iglesia Universal, será siempre consecuencia de la invariable e inquebrantable voluntad de Nuestro SeñorJesucristo.