4 de febrero de 2013

La liturgia, nuestra riqueza.

Evangelio según San Lucas 4,21-30.
Entonces comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír".
Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: "¿No es este el hijo de José?".
Pero él les respondió: "Sin duda ustedes me citarán el refrán: 'Médico, cúrate a ti mismo'. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún".
Después agregó: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra.
Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país.
Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón.
También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio".
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron
y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  En este episodio del Evangelio, Lucas nos sitúa en la sinagoga de Nazaret, donde Jesús entró en un sábado para cumplir con el culto sinagogal, como era costumbre de su tiempo. Si nos fijamos, veremos que los cristianos seguimos un esquema parecido en Domingo, día del Señor, al que usaba el pueblo de Israel para reverenciar a Dios.
En el sábado, que era su día de descanso y oración, se reunían para tratar las Sagradas Escrituras, comenzando la sesión con la recitación de la Shemá, que era el resumen de los preceptos del Señor, y a continuación enunciaban las dieciocho bendiciones. Después se leía un pasaje del Libro de la Ley, el Pentateuco, y otro de los Profetas. A continuación, el que presidía la ceremonia invitaba a algunos de los que se encontraban allí a que dirigiera la palabra a los presentes. Normalmente se levantaba alguien de forma voluntaria, y eso fue lo que debió ocurrir en esa ocasión con el Señor, que deseaba instruir a su pueblo. La reunión terminaba con la bendición sacerdotal y todos repetían “Amén”.


  He querido comentar el desarrollo de esta ceremonia, porque me impresiona, y a la vez me fascina, el paralelismo que guarda con nuestra liturgia dominical.
Los que se encontraban allí reunidos, a parte del pueblo, eran los Apóstoles y los discípulos que seguían al Señor. Los mismos que en Pentecostés, al recibir el Espíritu Santo, forman parte de Cristo Resucitado a través de la Gracia y configuran la Iglesia. Esa Iglesia que, como germen del Reino de Dios en la tierra, guarda las tradiciones que han ido formando parte del Nuevo Israel: de cada uno de nosotros que hemos sido bautizados en el Señor.


  Hoy, en nuestra Misa dominical, si cerramos los ojos, oiremos a Jesús hablarnos del pasaje de Isaías donde, como en aquel tiempo, el profeta anunciaba la llegada del Señor que libraría al pueblo de sus aflicciones. Hoy, como ayer, Jesucristo nos recuerda con sus palabras que la salvación que Dios ha obrado con su Pueblo y el ungido por el Señor  para llevarla a cabo, son la misma persona: Él mismo.
Cristo hace presente al Padre y muestra la plena identidad que se da entre el mensajero y el mensaje: Él es nuestra salvación.


  Pero como vimos en el Evangelio de ayer, cuando Simeón anuncia que el Niño será causa de dolor y gozo, la reacción de los habitantes de Nazaret, que se maravillaban de Jesús, es ahora de ira ante sus palabras. Como nosotros hacemos muchas veces, la falta de fe de sus conciudadanos les lleva a pedir que acredite sus palabras con un milagro. Y al no ceder Jesús a sus deseos, también como ocurre en nuestros corazones mezquinos, le consideraron un falso profeta.
Han pasado muchos siglos, pero los hombres hemos cambiado muy poco: seguimos sin ver la Verdad que encierra la Palabra del Señor, a pesar de que ha sido regada con el sacrificio, en rescate por nosotros, de su preciosísima Sangre.