7 de febrero de 2013

la fe es garantía de lo que se espera

Evangelio según San Marcos 6,1-6.
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  Con este episodio del Evangelio de san Marcos, finaliza todo un grupo de pasajes que se han escrito en torno al poder de la fe. Y parece que se han estructurado de forma gradual, comparando lo que consiguió la enferma de hemorrosía y el propio Jairo, con su insistencia, en contraste con la debilidad de algunos discípulos y la incredulidad de sus paisanos de Nazaret.


  Como comentábamos ayer, Jesús huye de la evidencia del milagro como causa para que la gente crea en Él; sino que, muy al contrario, nos exige siempre el acto de amor por el que se somete el ser humano a la Palabra dada. Sometimiento voluntario que confía plenamente en el Hijo de Dios, que sabemos que no puede engañarnos. Y ante esa actitud, fruto de la libertad, el Señor responde con la entrega de Sí mismo: Él, que es la salud, nos sana; Él, que es la Vida, nos resucita; Él, que es la Verdad, nos abre los ojos que estaban ciegos a las realidades espirituales; Él, que es la Gracia, la fuerza, pone en movimiento esas piernas paralizadas que no nos permitían acercarnos a Dios.


  Vemos, en estos evangelios, dos actitudes frente a la vida de fe que son totalmente antagónicas y con finales diametralmente opuestos; ya que como decía san Pedro: “La fe es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven “ (Hb 11,1) Y esa actitud vital se transforma en la paz que conlleva descansar nuestras inquietudes en el seno de la Providencia.
  Ese asentimiento al testimonio divino, previo a cualquier acción de Jesús, es la causa de que su misericordia se desborde, siendo incapaz de negarnos la petición que ha surgido de un corazón atribulado. Sin olvidar jamás que nuestra felicidad está ligada a la identificación de nuestra voluntad confiada, con la de Dios. Por eso la fe será siempre el paso necesario para mover al Señor ante el milagro requerido.


  También este Evangelio nos deja entrever, ante las palabras de los vecinos de Nazaret, lo que fue la existencia terrena de Jesús: la vida corriente de un artesano que, junto a su familia, compartió las condiciones ordinarias de la vida con sus conciudadanos. Y como la vida del Señor es el ejemplo donde nosotros hemos de edificar la nuestra, es en esa vida oculta donde descubrimos el valor de lo cotidiano como camino de salvación y santidad.
Hasta que no llegó el momento escogido por el Padre para que el Hijo manifestara al mundo su realidad divina, el Señor vivió como uno más entre nosotros; con la particularidad de que mientras pasaba entre nosotros, todo lo hacía bien. Jesús santificó y santificaba lo ordinario, mostrando el camino de las cosas pequeñas como peldaños que nos acercan a Dios. No hay que hacer grandes cosas, sino ser fiel en lo poco y transmitir la verdad cristiana con nuestras palabras y ejemplos; amando a los demás y al mundo, en el entorno particular donde el Señor ha querido situarnos como portadores de paz y alegría. Paz y alegría que sólo se conseguirá si vivimos la vida al lado de Dios.