5 de febrero de 2013

El milagro no es causa de la fe

Evangelio según San Marcos 5,21-43.
Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar.
Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies,
rogándole con insistencia: "Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva".
Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias.
Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor.
Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto,
porque pensaba: "Con sólo tocar su manto quedaré curada".
Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal.
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: "¿Quién tocó mi manto?".
Sus discípulos le dijeron: "¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?".
Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.
Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad".
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?".
Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: "No temas, basta que creas".
Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago,
fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba.
Al entrar, les dijo: "¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme".
Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba.
La tomó de la mano y le dijo: "Talitá kum", que significa: "¡Niña, yo te lo ordeno, levántate".
En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro,
y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Marcos encierra, para mí, uno de los milagros del Nuevo Testamento que más me conmueve: el de la curación de la hemorrosía. En su descripción, igual que ocurre con el de la hija de Jairo, Marcos nos deja entrever su gusto por describirnos las situaciones con todo detalle; particularidad que se le agradece porque así nos es más fácil revivir esos recuerdos tan precisos. Evidentemente, su relato está orientado a subrayar la importancia, el alcance y el valor de la fe en Jesús ante nuestro encuentro personal con Él.


  La hemorrosía –pérdida del flujo de sangre por desarreglo menstrual- era una enfermedad considerada impura en aquel tiempo; y la mujer, para curarse, había gastado una fortuna en médicos con resultados desastrosos. Fue, seguramente, esa desesperación la que le dio el valor para acercarse a Jesús. No sabemos qué fue lo que hizo que la enferma tuviera la certeza de que si tocaba al Señor quedaría curada; tal vez había oído hablar del Mesías, y posiblemente había visto como sanaba a otros, o simplemente al encontrárselo cerca confió plenamente en Él. El caso es que, sin dudarlo, tocó su manto. Ni tan siquiera articuló palabra, sólo alargó su mano cómo un pedigüeño al paso del que sabe que no le negará la limosna. ¡Y así fue! Ante el acto de fe silencioso, no hizo falta ni la voluntad humana de Jesús para hacerlo; simplemente su Gracia se desbordó ante quién había suplicado desde el sigilo de su corazón.


  A veces, cada uno de nosotros clama con los labios lo que la certeza desconoce. El ejemplo de esta mujer debe servirnos para intuir como debe ser nuestra oración de petición: con la seguridad de que sólo la cercanía del Señor bastará para, si nos conviene, recibir el bien que con tanta fe reclamamos. Y nunca está más cerca de nosotros que cuando compartimos con Él nuestra vida sacramental; acogiéndolo en nuestra alma tras recibirlo en nuestros labios, al compartir con nuestros hermanos el ágape eucarístico.


  La historia de Jairo, distinta en su contexto, nos muestra también la fe del jefe de la sinagoga que, alentado por Jesús, vence las dificultades que van surgiendo. Dificultades que parecen insalvables porque, a primera vista, parece imposible que se realice un milagro. Pero Jesús aprovecha cualquier situación para poner a prueba la fe del padre ante la incredulidad de los que le rodean. Y Jairo cree, como Abraham, contra toda esperanza: él tiene esa confianza inquebrantable que da la seguridad de encontrarnos en las manos de Dios. Y el Señor recompensa esa entrega total en la Providencia con la resurrección de su hija.
Ese es nuestro Dios: se hizo Hombre para salvarnos, muriendo en una Cruz para que muriéramos con Él al pecado; y así poder resucitar, con Él, a la vida eterna. Cada uno de nosotros, a través de nuestro bautismo, hemos recuperado la vida que tiene valor para ser vivida: la que no termina jamás, al lado de Dios.


  Vemos como el Señor les insistió para que no divulgaran el milagro, y con esa actitud que ya se ha mostrado en otros lugares, parece que Jesús quería evitar interpretaciones equívocas que identificaran su misión salvífica con los milagros que obraba, fruto de su amor incondicional a los hombres.
Aunque Jesucristo no hubiera realizado ningún milagro, que no fue el caso, seguiría siendo el Hijo de Dios que vino a salvarnos. Por eso, nunca quiso que el milagro fuera causa de nuestra fe, sino que creyéramos porque nuestra confianza descansa en la Palabra divina y en la Persona del Verbo encarnado que no puede ni engañar ni engañarnos. Cristo es la Verdad y sólo eso debe bastarnos; aunque el Señor nos regale, en su trayectoria terrena, el regalo inconmensurable de su misericordia divina, en forma de milagros sobrenaturales.