16 de febrero de 2013

¡Con el Maestro no hay tristeza!

Evangelio según San Mateo 9,14-15.
Entonces se acercaron los discípulos de Juan y le dijeron: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?".
Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.
Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:


  En este Evangelio de san Mateo vemos una actitud de los seguidores de Juan que tiene que servirnos de ejemplo en muchos momentos de nuestra vida cristiana.
Ellos ven como el Señor y sus discípulos no guardan el ayuno que era común en aquellos tiempos litúrgicos, según la Ley de Moisés. Bien hubieran podido criticar entre ellos esa actitud o mal pensar sobre la intención del grupo, al no cumplir con las prescripciones y ritos determinados en ese momento. Pero en vez de eso, van directamente al Maestro para que les explique el porqué de su actuación. Y, como siempre, el Señor, con sus palabras, les abre el entendimiento para que comprendan que Él les trae un modo nuevo de relación con Dios.


  La Palabra Divina, hecha carne, les hablará con palabras humanas de un trato que implica una regeneración total, ya que su mensaje es demasiado nuevo para ser amoldado a las viejas formas, cuya vigencia ya caducaba. Todo el Antiguo Testamento daba paso a su cumplimiento en el Nuevo. Por eso el Señor les hablará de un Dios que es amor y es Padre, para todo aquel que quiere recibirlo como tal.


  Pero la contestación de Cristo no debe llevarnos al error de pensar que suprime el ayuno. ¡Para nada! Sino que conociendo las complicadísimas normas de la época que ahogaban la sencillez de la verdadera piedad, les habla apuntando a la simplicidad de su corazón: Las prácticas penitenciales han de ser muestra de la mortificación corporal, donde humillamos el alma por amor a Dios. Es el dolor por los pecados cometidos que nos lleva a compartir el sufrimiento de Jesús, dominándonos a nosotros mismos y negándonos, en libertad, a los placeres de la carne. Es la entrega de cada uno de nosotros, cuerpo y espíritu, porque queremos compartir el destino del Señor, su dolor.


  Justamente porque el Hijo de Dios todavía estaba entre nosotros, ese ayuno carecía de sentido. Era imposible para los Apóstoles sentir tristeza, cuando compartían con Jesús su caminar terreno; ya que su Maestro era la alegría que les devolvía el sentido de sus vidas. Cada uno de ellos había recobrado a su lado lo que con tanto afán habían buscado cuando recorrían con ahínco los caminos de Palestina siguiendo a los profetas que surgían, a la espera de que uno de ellos fuera el Mesías prometido. Sí; Él era el Profeta del que tanto hablaban las Escrituras; el Sacerdote sagrado que ofrecía al Padre el máximo sacrificio, entregándose Él mismo en la Cruz; el rey de Reyes que surgía del trono de David.



   ¡No! No podían ayunar, porque en esos momentos su ayuno no tenía razón de ser. Ya vendrán, tristemente, los momentos –como les recuerda Jesús- en que el dolor se hará presente por su ausencia y el ayuno tendrá sentido. Pero en esa ocasión será la Iglesia naciente la que concretará en cada época, por el poder que Dios le ha otorgado, las formas de ayuno más adecuadas para seguir fielmente el Espíritu del Señor.