8 de enero de 2013

¿Sólo contamos con nosotros mismos?

Evangelio según San Marcos 6,34-44.


Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.
Como se había hecho tarde, sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Este es un lugar desierto, y ya es muy tarde.
Despide a la gente, para que vaya a las poblaciones cercanas a comprar algo para comer".
El respondió: "Denles de comer ustedes mismos". Ellos le dijeron: "Habría que comprar pan por valor de doscientos denarios para dar de comer a todos".
Jesús preguntó: "¿Cuántos panes tienen ustedes? Vayan a ver". Después de averiguarlo, dijeron: "Cinco panes y dos pescados".
El les ordenó que hicieran sentar a todos en grupos, sobre la hierba verde,
y la gente se sentó en grupos de cien y de cincuenta.
Entonces él tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los fue entregando a sus discípulos para que los distribuyeran. También repartió los dos pescados entre la gente.
Todos comieron hasta saciarse,
y se recogieron doce canastas llenas de sobras de pan y de restos de pescado.
Los que comieron eran cinco mil hombres.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.




COMENTARIO:


  Precioso el mensaje que se encierra en este Evangelio de san Marcos. El primer punto que nos encontramos es esa compasión divina que siente Jesús por todos aquellos que le esperaban, al bajar de la barca, y que estaban como ovejas sin pastor; es decir, extraviados, desperdigados sin saber a donde ir. Si recordáis, el Señor se definió muchas veces como el Buen Pastor que está pendiente de su rebaño; que conoce a sus ovejas, a cada una de ellas por su nombre, y es capaz de salir en su busca cuando sabe que alguna se ha perdido. Él las cuida, las protege de los lobos y las apacienta.

  Así es el amor de Cristo por cada uno de nosotros; amor que se compadece cuando nos apartamos del verdadero camino que conduce a la felicidad, y no para hasta encontrarnos, sin desfallecer jamás. Tenemos pruebas de ello; porque el Señor nos rescató del abismo de la muerte eterna, llegando hasta la Cruz, para devolvernos a la Vida en la Resurrección.

  Pero Jesús ha querido necesitar de nosotros para llevar a cabo su misión aquí en la tierra; por eso, cuando esas gentes sienten hambre física y espiritual, Cristo les dice a sus apóstoles -y a cada uno de nosotros-: "Dadles vosotros de comer". Nuestra primera reacción seguro que será la misma que tuvieron los discípulos al calibrar sus medios: cinco panes y dos peces para una multitud. Efectivamente, no tenemos casi nada para saciar la necesidad de medio mundo, que sufre la injusticia del otro medio. Ni tenemos argumentos para alimentar el alma desencantada de aquellos que no encuentran sentido a su vida y, mucho menos, a su sufrimiento. Nos vemos muy poca cosa para una tarea tan ardua; tanto, que muchas veces desistimos antes de haberlo intentado.

  El problema es que olvidamos ese punto crucial que san Marcos nos muestra en su Evangelio, donde el propio Jesús, antes de cualquier milagro, elevaba los ojos al cielo en profunda oración al Padre. Aquí debe radicar el secreto de nuestra fuerza; esa fuerza capaz de cambiar el mundo si tenemos la fe suficiente para creer que Dios nos enviará su Gracia y, como pinceles en las manos del artista, seremos capaces de elaborar obras de arte.

  Nuestro problema es que sólo contamos con nosotros mismos y, verdaderamente, somos muy limitados; pero si volvemos los ojos atrás y contemplamos los testimonios históricos de todos aquellos que se han apoyado en Cristo antes de comenzar sus hazañas, observaremos que, desde la más profunda humildad, han conseguido mejorar el mundo con sus vidas. ¡Ahí nos quiere Dios!

  No podemos ver como se acercan los lobos al rabaño y permanecer indiferentes; o como las ovejas se asoman al abismo y no correr en su busca. Es el propio Cristo quien, en este capítulo de la Escritura, nos urge a que le acompañemos para saciar todas las necesidades; porque si logramos cambiar el duro corazón de los hombres, cambiaremos su forma de actuar. Ya que la justicia social no es sólo un derecho, que lo es, sino la consecuencia del amor del hombre a sus congéneres, que sufre en sus entrañas todas las carencias de sus hermanos; urgiéndole a buscar soluciones para poder remediarlas. Es estar dispuestos a compartir todo lo que somos y tenemos: tiempo, amor y dinero. No podemos quejarnos de lo mal que está todo, si no hacemos nada y no  somos capaces de intentar cambiarlo. Recordar que ya es hora;el tiempo pasa y Dios nos urge.