16 de enero de 2013

¡la fuerza de la Palabra!

Evangelio según San Marcos 1,21b-28.


Entraron en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar.
Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar:
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre".
El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!".
Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


COMENTARIO:

 
  Lo primero que nos encontramos en el Evangelio de san Marcos, es que el Señor enseñaba con autoridad. Esa palabra significa que, a diferencia de los maestros de Israel que transmitían e interpretaban la doctrina que Dios les había revelado, Jesús proclamaba que su Palabra era la de Dios; porque Él y el Padre eran una misma cosa. De ahí la actitud de los demonios, que ante el simple mandato del Señor, abandonaban el cuerpo del poseído. No son necesarias las fórmulas específicas que utilizaban, en nombre de otros, los exorcistas hebreos; ya que la firme voz del Mesías expulsaba al instante a los espíritus inmundos.


  Hoy, igual que pasaba en Cafarnaún, la Palabra de Jesús sigue resonando a través de la Escritura Santa; la Palabra hecha carne que nos libera del pecado con su sacrificio en la Cruz. Por eso, extender el Evangelio, dándolo a conocer, es acercar la salvación a las personas que, libremente, deciden aceptarlo abriéndole el corazón. Automáticamente, la presencia de Cristo en nosotros hará que toda aquella maldad que anida en el alma: la soberbia, la ira, la lujuria, la pereza...nos abandone ante la autoridad del Hijo de Dios; inundando, con su Gracia, nuestro espíritu.


  No hemos de desfallecer jamás en la propagación del Reino; porque sucumbir al desánimo es olvidar la fuerza y la autoridad de la Palabra que transmitimos: que es el mismo Cristo. Ese que camina con nosotros, como lo hacía con sus discípulos por las callejuelas de Cafarnaún; que sentado a la mesa partía el pan y nos lo entregaba fijando su mirada en la nuestra, como hace en cada Eucaristía que compartimos en torno al Altar. Ese Cristo que, ante nuestro miedo al mundo, nos recuerda que ese mundo es suyo y con Él lo hemos de reconquistar. Cada uno a su manera; transmitiendo el Evangelio con nuestras pobres palabras, que nada podrían sino fuera porque en ellas resuena la Palabra de Dios.


  No será fácil. ¡Está claro! Porque el diablo sigue luchando para no abandonar aquello que conquistó con la mentira, a través de la libertad humana. Pero justamente, con esa libertad, escogemos servir a Dios en la transmisión de la Verdad, que libera al hombre de la esclavitud del pecado y de la muerte.