13 de enero de 2013

el sentido del dolor

  

  Cuando el Dr. Sangro me diagnosticó, tras un montón de pruebas clínicas, que tenía fibromialgia, he de confesaros que un sudor frío me recorrió el cuerpo. Llevaba años padeciendo dolores que se habían ido agravando con el tiempo;  y aunque, ciertamente, me tranquilizaba enfrentarme a una enfermedad que no era mortal, la falta de soluciones que me dieron abrió, al paso de los días, un futuro oscuro cargado de nubes que no me permitían ver el sol. Las primeras preguntas que surgen creo que son comunes a todos los que padecemos la misma, o parecida, enfermedad. ¿Porqué a mí? ¿Porqué ahora? Y parece que una mano de largos dedos te oprime con fuerza el corazón.


  Al llegar a casa, busqué un momento de soledad  y allí medité, al lado del Señor, la realidad que se me imponía. Hice un recorrido por los meses pasados y comprobé, no sin tristeza, que los comentarios de nuestro entorno nos entran, como por ósmosis, a través de los poros de la piel. Estamos inmersos en una sociedad cuya máxima filosofía es eliminar toda incomodidad en el orden personal y establecer un “Carpe diem”, un vive el momento, en el orden del comportamiento. Evidentemente, esta actitud dificulta engendrar personalidades fuertes; ya que la voluntad se ejerce y se desarrolla cuando se exige mucho de sí misma, creciendo ante las dificultades y durezas de la vida, mientras que queda atrofiada cuando nuestra meta es la permanente búsqueda del placer y la comodidad.


  Recordé que lo fácil ordinariamente está reñido con lo mejor y que, a veces, uno debe imponerse los deberes que discutiría, porque discutirlos, cuando no hay solución, debilitan. Las crisis hay que vencerlas como a un enemigo en el campo de batalla, sin dudas, haciendo renacer en el interior la luz de la fortaleza, ya que la energía genera energía.


  Seguro que tendré bajones, que perderé batallas pero cuando más alto ponga el listón, mayores posibilidades tendré de superarlas con la Gracia de Dios. Porque el crecimiento de nosotros mismos sólo es posible, si logramos encontrar el sentido a todas las circunstancias que nos rodean; sabiendo lo que queremos hacer con nuestra vida y hasta donde podemos llegar. Creo que esto está claro para los que formamos parte del Reino de Dios por el Bautismo; los que hemos acompañado al Señor en los momentos de su Pasión, y junto a Él hemos comprendido el valor profundo y salvífico del sufrimiento. Ya que todo un Dios, que hubiera podido salvarnos de otra manera, decidió compartir el dolor con nosotros, para llevar a cabo la Redención. Él es nuestro ejemplo, nuestro fin, nuestro modelo, en quién vemos encarnados los valores que nos faltan y que sólo por su Gracia conseguiremos emular.


  Me parece que todos aquellos que formamos parte del Cuerpo de Cristo, pecando de orgullo, cuando Jesús nos ha susurrado al oído si seríamos capaces de seguirle, hemos dicho, en algún momento, como los hermanos Zebedeos: SEREMOS CAPACES. Sonreí, me había olvidado. Cuantas veces los labios argumentan, desoyendo el corazón. Pero ahora ha llegado la hora, nos lo pide a muchos, porque muchos somos los que sufrimos esta enfermedad, de ser testigos de la fuerza de la Gracia que nos estimula, anima y mueve a sobrellevar con alegría la cruz de cada día. Solos, no. Pero a su lado no tengáis ninguna duda de que ganaremos la guerra, y seremos testigos y transmisores de la paz para nuestros hermanos. Tal vez ahí, seguramente, radica la respuesta a todos los porqués de nuestro sufrimiento.