29 de diciembre de 2012

¡María, nuestro tesoro!

Evangelio según San Lucas 2,22-35.
  Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
  También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
  Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
  Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo: "Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel".
  Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
  Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos".

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.



COMENTARIO:


  Siempre que medito este Evangelio de Lucas, centro mi atención en dos puntos que, para mi, encierran un mensaje de inmenso valor. Uno  de ellos es la presencia de Simeón, hombre justo y piadoso, que después de tener al Señor en sus brazos, comprende que nada podrá ser igual en su vida; porque la vida terrena, ante la realidad sobrenatural del Hijo de Dios, pierde valor e importancia.

  Cuantas veces me pregunto como es posible que nosotros recibamos, como Simeón, a Jesús en nuestra alma bajo la especie sacramental y este hecho no cambie nuestra existencia. Podríamos objetar, que él lo vió y lo abrazó; mientras que nosotros efectuamos un acto de fe donde, como nos dice santo Tomás de Aquino, se equivoca la vista, el tacto y el gusto y sólo creemos, con firmeza, a través del oído que nos transmite las palabras que ha dicho el Señor.

  Pero no debemos engañarnos; ya que Simeón lo único que vió fue la pequeñez de un Niño, que para nada aparentaba la majestad de Dios.Él, igual que nosotros, fue capaz de ver a Cristo con la luz que proviene del Espíritu Santo, que nos facilita ese encuentro personal e intenso, donde recibimos a Jesús y nos hacemos uno con Él. Ese debe ser el centro de nuestra vida, personal y sobrenatural-

  Ante esta realidad, todo adquiere una importancia relativa, y como nos decía santa Teresa de Jesús en su relación con el señor: moría porque no moría para poder reunirse con Él. No es que la vida carezca de importancia ¡muy al contrario! sino que a veces parece que mantenerla a cualquier precio, es lo verdaderamente importante.

  Pero esa relación íntima con Dios no se consigue con un esfuerzo del querer; sino adquiriendo unas virtudes -como la tierra se prepara para recibir la semilla-  surgidas de la repetición de actos buenos. No hay que olvidar que lo primero que Lucas nos dice de Simeón, es que era un hombre justo y piadoso. Por eso, estar abierto a los demás, comunicarnos con el Señor, a través de una intensa vida sacramental y de una íntima oración, es la única manera de descubrir en las cosas pequeñas de cada día, la presencia de todo un Dios.

  El segundo punto que quiero mostraros, son esas palabras a María que la previenen del futuro dolor que oprimirá su corazón. Cierto es, y eso lo sabemos todas las que somos madres, que la maternidad conlleva un componente de sufrimiento por nuestros hijos que no nos abandona jamás; pero en la Virgen es distinto, porque ella aceptó compartir con Jesús un camino redentor que termina en la Cruz. Simeón le recuerda que con su sí comprometido, dado al ángel, ha unido su destino al de su Hijo y, aunque compartirá su misión y el gozo de la Resurrección, también sufrirá una tristeza inconmensurable que le atravesará el alma.

  Esa es nuestra Madre; la que no abandona jamás, aunque le adviertan. La que siempre estará a nuestro lado, aunque le causemos dolor, para rescatarnos con firmeza, si se lo pedimos, y devolvernos a los brazos de Jesús. Esa es María, la Mujer, la única...nuestro tesoro.