14 de octubre de 2012

Ser testimonios de fe


Iba por la calle, apretando el paso y mirando con insistencia el reloj que me recordaba que había salido de mi domicilio con 10 minutos de retraso, cuando llamó mi atención  una señora que caminaba unos pasos delante de mí. Se le acababa de desprender un rosario que colgaba de su mano, todo lo largo que era, balanceándose en el aire. Automáticamente giró su cabeza y totalmente sonrojada comprobó que nadie se hubiera percatado de “su maniobra”, recogiéndolo con rapidez y aligerando el paso. Unos metros más adelante caminaba un magrebí que, con una chilaba blanca impoluta, sujetaba una especie de rosario árabe, naturalmente sin cruz, que desgranaba con la rapidez con que movía sus labios, en una actitud natural y reivindicativa.

   En ese momento, una profunda tristeza embargó mi alma y confirmó lo que tantas veces he manifestado: si los primeros cristianos hubieran tenido nuestros comportamientos personales y sociales, todavía seguiríamos, en el mejor de los casos, en los albores del cristianismo. Ellos no eran diferentes de nosotros, salvo en que estaban pletóricos de Dios y por tanto llenos de la gracia que los hacía testimonios de su fe, dando razón de su esperanza.

   El mensaje evangélico se ha transmitido a través de la historia de la Iglesia por contagio, por encuentros y por viajes. Hoy en día tenemos una intensísima vida social con continuos desplazamientos, entonces ¿cómo es posible que el testimonio de los cristianos se diluya en el ámbito del secularismo? ¿cuándo han conseguido convencernos de que la religión debe vivirse en la intimidad de la persona, si la persona no es sólo intimidad?.

   Ha llegado el momento de que tomemos conciencia  de que Dios ha querido necesitar nuestro testimonio cristiano como primer elemento de evangelización. Hemos de anunciar a Cristo no sólo con nuestras palabras, sino con nuestro ejemplo; en el silencio de nuestra conciencia y en el ejemplo de la vida corriente a través del apostolado de la vida personal que fluye de una experiencia verdaderamente cristiana. Si no vivimos como pensamos corremos el peligro de acabar pensando como vivimos y ante ello resuenan las palabras del propio Cristo: “Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” Mt.5,16